martes, 31 de diciembre de 2024

Una vida que vale la pena

No creo haber leído antes dos obras de autores colombianos consecutivas salvo quizás por un par de libros de García Márquez. He pasado un buen tiempo explorando la literatura rusa, española, inglesa y norteamericana y por alguna razón, rara vez mi interés se posaba en escritores y escritoras colombianos. Mientras estaba terminando “El olvido que seremos” vi una entrevista a Piedad Bonnett que me llamó muchísimo la atención entre otras cosas porque es una mujer de la cual no sabía nada más allá de la trágica muerte de su hijo sobre la cual escribió uno de sus libros más famosos. Piedad es una mujer con muchas cosas por decir. Muchísimas. Las periodistas que la entrevistaron habían leído toda su obra y me quedó sonando, así como a una de ellas el título de “Qué hacer con estos pedazos” porque a partir de una situación aparentemente cotidiana, se desencadenaba una avalancha de pensamientos e inconformidades de las que quise enterarme más, porque al fin y al cabo, ¿no es así la vida misma?



No pretendo contener en este escrito el mar de sensaciones que me generó el libro que por cierto leí en tres días, justo a tiempo para terminar el 2024. Creo que no podría hacerlo, aunque quisiera. Pero esta historia, que abarca todo a partir de casi nada, genera una gran cantidad de interrogantes que desembocan en si vale la pena vivir la vida que uno ha construido y si aún tiene tiempo de redireccionar lo que no le gusta. Emilia, la protagonista, es una mujer inmersa en un contexto diametralmente diferente al mío y, aun así, con dilemas y cuestionamientos que sentí tan compartidos como el aire que respiramos. Un evento aleatorio y aparentemente insignificante, la lleva a notar detalles en situaciones que le pasaban desapercibidas en el mar de la cotidianidad y la costumbre y a darse cuenta de que ha sido siempre alguien que cede, que quiere agradar, que se mueve por culpa y por temor y por desasosiego salvo por momentos fugaces y distanciados entre sí, que la hacen sentir viva, pero a la vez asustada. Asustada de perder, quizás. Aferrarse a lo que uno cree que tiene y por lo que ha luchado, a veces sin cuestionarse si es algo que quería realmente o si en este momento le causa más desdicha que gozo. La vida inmersa en el agujero negro de la costumbre que lo devora todo con su gravedad avasalladora, que no permite pensar, cuestionar, nada. ¿Cuánto tiempo estamos dispuestos a vivir así? ¿Es eso realmente vida? ¿Alguna vez nos lo preguntamos?


Hay momentos, cuando Emilia está reflexionando o investigando para escribir sus crónicas en los que siente que no tiene bordes que la separen del mundo exterior. Se siente plena, infinita y poderosa, como si de repente hubiera comprendido el poder que corre por sus venas y estuviera dispuesta a usarlo. Son momentos breves y por lo general alejados de todo y de todos tal vez porque es ahí el momento en el que puede ser ella sin ataduras, sin las críticas del marido, del padre, de la madre, de los hermanos, de la hija. ¿No es un poco así la vida? Los ojos inquisidores de familiares, amigos y hoy en día, incluso de desconocidos en el mundillo virtual. Emilia intenta cambiar casi siempre sin éxito, porque dejar de recorrer los caminos que uno ha seguido por años no es nada fácil, aparecen los pasos ahí por inercia, sin siquiera proponérselo. La respuesta a la que llego es esta: no vale la pena vivir así. La vida se convierte más bien en un relicario de “si hubiera dicho” o “si hubiera hecho” o “debí hacer esto”, las escenas ficticias que se repiten en la cabeza pero que, en realidad, uno jamás vivió porque ni lo intentó. Y eso no puede ser: hay que salir a vivir. No se trata de hacer grandes cosas, sino más bien tener la libertad de hacer lo que uno quiera, de permitirse sentir, equivocarse, experimentar con sentimientos y con situaciones. 


Este año que termina ha sido quizás en el que más me he permitido ser yo misma, mucho más que cualquier otro. Y hay que decir que esa persona en la que me he convertido me agrada mucho más que aquella que solo quería complacer a los demás. 

lunes, 23 de diciembre de 2024

“Y por amor a la memoria llevo sobre mi cara la cara de mi padre”

Héctor Abad Faciolince escribió “El Olvido que Seremos” veinte años después del asesinato de su padre como un – y cito: “homenaje a la memoria y a la vida de un padre ejemplar”. Repite con insistencia ese número, veinte, porque dice que solo hasta ese momento tuvo la fuerza para escribir algo que no fuera excesivamente sentimental – y sospecho que idealizado – pero lo suficiente para rendir tributo a lo que era su padre y lo que vivió con él. El número me resuena en la cabeza porque también han pasado exactamente veinte años desde la muerte de mi propio padre y he notado que siempre genero una gran empatía con estas historias por conocer el dolor de la muerte de primera mano. Sin embargo, a través de las páginas, las historias, los recuerdos, las anécdotas y las ideas de Faciolince, noté que no solo perdí a un padre sino a tres y que de todos también guardo mucho más que recuerdos: vive en mí parte del espíritu de todos ellos. 

El primero que faltó fue mi abuelo materno a quien todos en la familia le decíamos nonito. Estuvo a mi lado desde que nací hasta que él murió cuando yo tenía 12 años. La infancia es una etapa muy curiosa porque al parecer, uno absorbe una cantidad de información que no entiende sino hasta décadas después. El espíritu y las ideas de bienestar que él tenía se parecen muchísimo a las de Héctor Abad Gómez, mi nonito no era médico sino farmacéutico y, por lo mismo, todos acudían a él para aliviar cualquier dolor, era inteligente, entendía de medicamentos y tenía un espíritu de servicio que no he visto igual en otra persona. En los últimos años de su vida trabajó en una farmacéutica pequeña y me dejaba a veces los empaques vacíos de las ampolletas de bacilos lácticos, o goteros, o cualquier otro elemento que me permitiera jugar a ser médico. Aunque parezca increíble, no se me había ocurrido antes que mi gusto por la investigación clínica podía venir de ahí y tampoco, que la frustración de notar que en este país faltan las bases de bienestar antes que desarrollos científicos complejísimos podía ser la misma que él sintió mucho antes. Guardé durante todos estos años el dolor de no poder compartir con él siendo adulta porque la vida no lo permitió, pero en medio de una epifanía con este libro noté que quedaron en mi forma de ser muchas más trazas de él de las que había notado. Y eso me genera una especie de felicidad nostálgica. 




El siguiente fue mi papá. Era abogado, inteligentísimo, hábil para entender de todo tipo de temas, lector empedernido y bailarín prodigioso. Se repite el dolor de no poder compartir con él siendo adulta porque murió cuando yo tenía 16 años y su muerte me trajo una rabia inconmensurable porque me pareció la más injusta de todas. Dice Faciolince que ciertos tipos de muertes generan mucha rabia y una especie de rebeldía con el mundo. Eso fue lo que sentí yo durante mucho tiempo. No sé bien hacia quién iba dirigida esa rabia, al mundo parecía ser, uno se estrella contra todos y contra todo, contra la idea de dios, contra el destino, contra la gente que lo quiere ayudar. La rabia es siempre un sentimiento que me cuesta mucho superar, es bastante invasivo y trae consigo una especie de tranquilidad por el desarraigo. Supongo que quien más soportó mi rabia fue mi mamá, mi odio hacia el mundo parecía no tener fin y ser una adolescente no ayudaba mucho que digamos. De mi papá extraño todo y siempre he pensado que es de quién más rasgos conservo, no solo físicos sino en la personalidad: la impuntualidad, la mala memoria, el amor por la lectura y la música, la capacidad de que el 90% de las cosas en la vida no me preocupen. Hay muchas cosas que me habría gustado discutir con él de todo tipo de temas. Si estuviera vivo, seguro iría conmigo a las clases de salsa, sin importar nada. 




El último es mi abuelito paterno, que murió apenas hace unos pocos años. Tuvo que soportar la muerte de su hijo, la ceguera y la falta de audición. Un ser tranquilo y resiliente, un caballero en todo el sentido de la palabra, uno de verdad. No sé si mi abuelito sería igual en su juventud, que claramente no conocí, pero al menos en sus años ya mayor, siempre tuvo una gran cortesía, una agradable manera de hablar y una memoria envidiable. Tenía siempre una historia para todo, una palabra de confianza en la vida y una voluntad inquebrantable, rasgos que de nuevo como el caso del nonito, creo que viven más en mí de lo que pensaba y no lo había notado hasta leer las líneas de Faciolince. Perder la visión siempre me ha parecido algo muy duro y el afrontó esa prueba con una paciencia admirable. 




Mis abuelos y mi papá ya no están. Su imagen quedó congelada en el tiempo, solo visible a través de las fotos que tenemos guardadas de épocas en las que las cámaras digitales no existían. Ya no es posible contarles qué está pasando en el mundo, qué libro leí, qué película vi, en qué estoy trabajando ahora. Si bien yo no creo en dios, me gusta pensar que ellos están en alguna parte, su energía, su esencia y que me guían por los caminos que recorro en la vida. Han pasado veinte años desde la muerte de mi papá y Faciolince tenía razón: solo hasta ahora logro escribir algo sobre esta ausencia que uno siempre carga, pero a la que de cierta forma se acostumbra. Ahora no viven en mi memoria, sino literalmente en mí.

martes, 13 de agosto de 2024

La vida es un ejercicio de paciencia

Esto puede parecer increíblemente pretencioso pero la verdad es que no lo es: he tenido casi siempre como una costumbre general de vida no leer libros de años muy recientes. Alguna vez alguien - no recuerdo bien quién - me dijo que no leía nunca autores que llevaran muertos menos de 100 años y me puse a pensar si yo también llegaba a ese punto un tanto exagerado. La verdad es que no, pero tampoco me movía mucho más acá de la década de 1980. No sé de dónde salió esa costumbre, no es tampoco un propósito consciente, solo que en las muchas listas que he escrito en la vida de los libros que quiero conseguir y leer, rara vez hay algún autor contemporáneo. En consecuencia, no he leído ninguna saga moderna, ni siquiera Harry Potter y hay que decir que no es por falta de intención: me lo prestaron y no pasé de un par de páginas. No me lo aguanté.

Sin embargo, como pasan los años y uno va cambiando (a veces sin darse cuenta), terminé interesándome por obras que si bien no son sagas, sí son posteriores al 2000 y para mi sorpresa, he encontrado cosas realmente bellas. No voy a mentir: la escritura y el ritmo sí me parecen mucho más ligeros, el lenguaje menos adornado y aunque sigo prefiriendo la poética de otras épocas, esta no está nada mal. Escribir es un ejercicio complejo y sobretodo transparente: de una forma u otra el escritor termina imprimiendo en sus letras la época en la que vive, lo que ve, lo que siente, lo que percibe, lo que le incomoda y lo que le agrada. En el arte soy toda una nostálgica del pasado y es por eso que creo que me seduce mucho más la visión de otros momentos de la humanidad, al menos mucho más que el mío que encuentro caótico y superficial. Sé que esto no es nuevo: el mundo siempre ha sido caótico y superficial. Pero qué podemos decir, de pronto era más poético.

Después de serias discusiones filosóficas con un amigo sobre el libro de Boecio que mencioné en el anterior post y un anime llamado Berserk que también lo deja a uno recorriendo pasillos interminables de preguntas para encontrarle sentido a la vida, decidí que necesitaba una lectura ligera y me decanté por 'Mis días en la librería Morisaki' de Satoshi Yagisawa. Este libro, que compré no hace mucho paseando por ahí básicamente porque me atrajo la portada, es del 2010, corto y sencillo de leer. La librería Morisaki aparece plasmada como una pequeña casa antigua japonesa de dos pisos, con una luz cálida que sale del escaparate y con grupitos de libros aquí y allá. En el segundo piso a través de la ventana se ve una joven reflexiva viendo al infinito y la estética es tan bonita y llamativa, que no me importaron mucho las reseñas ni nada para elegirlo cuando lo encontré. 



El libro es efectivamente una dulzura. Lo sentí como cuando uno ha tenido un día terrible, llega a la casa y se toma un té delicioso y calentito, de esos que llegan hasta el alma y que invaden con una sensación agradable desplazándose desde el corazón hasta cada uno de los nervios del cuerpo. La historia es sencilla: una muchacha de 25 años recibe un par de noticias complejas y termina escapando de la realidad en la librería familiar que custodia su tío en el barrio Jinbocho de Tokyo: el barrio de los libreros. Su aparentemente excéntrico tío con su amor por la lectura termina enseñándole bastantes cosas a esta chiquilla que ha perdido el rumbo de su vida y se ha dejado vencer, al menos por un rato. Los libros acaban enseñándole también un nuevo camino, uno que jamás esperó encontrar porque la vida es así, simplemente sigue sin pedir permiso, te quita cosas y te da otras, unas que esperabas y otras que ni cruzaron tu mente, pero a las cuales hay que acoplarse, porque no parece haber otra salida.

"Me quedé ahí parada incluso cuando mis ojos ya no alcanzaban a ver su pequeña figura, derrotada por el pensamiento de qué ocurriría a continuación". A Takako - la protagonista - le terminan pasando varias cosas que jamás se imaginó, se relaciona con personas que antes ignoraba y se descubre a sí misma en medio de circunstancias inesperadas que al final, le dan fuerzas para finalmente moverse de la pausa en la que estaba. Al leer esa frase resaltada: derrotada por el pensamiento de qué ocurriría a continuación me quedé pensando que uno suele tener actitudes de ansiedad y hasta derrota cuando no sabe qué va a pasar...es decir, casi siempre. Al menos los obsesionados con controlarlo todo como yo, conocen esa sensación, ese vacío, esa incertidumbre. ¿Pero es necesario esto? ¿No es acaso eso la vida siempre? La vida no es más que un ejercicio de paciencia.

Las cosas eventualmente toman algún curso. Lo inevitable, pasará. No podemos controlarlo todo. Es más, no podemos controlar casi nada. Pero quizás, vale más la pena fluir con la vida sin necesidad de la derrota, sin la zozobra sino más bien, expectante a lo que pueda pasar y dejándose sorprender por las cosas bellas que hay por ahí. Uno eventualmente logra solucionar las cosas y no queda más alternativa que vivir con esa certeza. 

miércoles, 7 de agosto de 2024

Ser uno mismo es irremediable

"Lo único que es posible dominar de un hombre es su cuerpo y sus posesiones, aun inferiores al cuerpo. Nada puedes imponerle a un alma libre, ni puedes arrebatarle su íntima tranquilidad a una mente serena, en paz consigo misma y racional."


Me recomendaron hace no sé cuántos meses un podcast de filosofía (en el que casualmente participa alguien que conocí hace bastante tiempo) y se me ha vuelto un vicio escucharlo. No durante el trabajo, porque lo intenté pero me quedo divagando en mis propios pensamientos y en lo que explica David y pregunta Octavio y termino en un trance bastante interesante pero que se me atraviesa con la productividad laboral. Entonces, los escucho en las mañanas bien temprano o en las noches, o los fines de semana. Los episodios van evolucionando en su formato y en sus temas, pero son todos bastante interesantes, al menos para mí, que siempre he disfrutado de la filosofía como una expectadora, a excepción de cuando en el colegio tuve que leer "El mundo de Sofía", libro del que detesté cada página.

Casi en todos los episodios aparecen textos interesantes para los que voy a necesitar días más largos: desde libros de filósofos complejos como Kant hasta poemas de Borges, pasando por capítulos del Quijote. Pero hubo alguien de quien jamás había escuchado hablar, que escribió un libro durante el tiempo que estuvo en prisión esperando la muerte a la que fue condenado por algo de lo que era inocente: Boecio.

Boecio fue un filósofo reconocido en su tiempo, estudioso de los estoicos y autor de tratados de todo tipo: lógica, matemáticas, música y teología. Este filósofo tuvo una particularidad: su participación en el gobierno. Fue consejero y cónsul del reino ostrogodo y digamos que por meterse de redentor salió crucificado porque lo acusaron de conspiración para derrocar a Teodorico el Grande y lo condenaron a muerte. Como es lógico, se preguntó en su celda por qué, si se había unido al gobierno para usar sus conocimientos a favor del pueblo, de repente no era más que un delincuente encerrado, como si hubiera cometido el peor de los pecados. Es en ese momento cuando la Filosofía, encarnada en la figura de una dama elegante y perspicaz aparece para darle todo tipo de razonamientos que iluminen el camino que ha perdido en medio de sus lamentos.

Lo que me encontré en este libro me soprendió bastante. Tanto, que tuve que volver a desempolvar este blog en el que hace bastante tiempo no escribía ni una sílaba. Boecio no solo hizo una obra que lo cuestiona a uno de muchas maneras sino que también lo escribió de forma muy bella y atemporal. Y es que todo aquel que se ha enfrentado a la lectura de un libro de filosofía sabe que hay puntos en los que uno se pregunta si el libro está realmente en español o no, porque seguirle el paso puede ser bastante complicado. Pues bien, no es este el caso: la prosa es clara, concisa y además estética. 

La filosofía le habla a Boecio de lo efímero que es el poder, la fama y el dinero y de cómo siendo el humano un ser dotado de razón, recurre a estos adornos externos para darse valor, cuando su capacidad de razonar para perseguir la virtud real es un tesoro mucho más importante. Boecio es alguien que ha tenido todo y lo ha perdido (aparentemente) pero en el fondo, sigue siendo el mismo y lleva consigo virtudes que nadie puede quitarle aunque lo encierre en una celda y lo condene a muerte. Y es que hay una frase que se me repite en la cabeza desde hace un tiempo que este texto hizo resonar aún más: ser uno mismo es irremediable. No importa cuán distraído esté uno en el mundo con otras cosas, lo que lleva dentro está siempre ahí, aún cuando por un tiempo lo ignoremos o lo dejemos de lado. Más allá de la fama y el respeto de las masas que igual perdió, Boecio era ante todo un filósofo y fue por esa razón que encontró en todas estas divagaciones el alivio que su alma necesitaba ante la injusticia. No pretendo discutir todo lo que menciona el libro pero sí la importancia de volver a la esencia, porque por mas que uno quiera evitarlo, no va a poder deshacerse de ella y eso es - si uno lo piensa bien - maravilloso. 

Ahora: hay una mención constante de dios, que para mi caso particular hizo ruido porque tengo la impresión de que los argumentos terminan siempre en un punto ciego cuando se incluye un ser supremo en la ecuación, y hay que decir sucede un poco en este caso. Sin embargo, la búsqueda de la felicidad que se equipara a la virtud y al bien, las herramientas que tenemos más allá de lo material y la búsqueda de las respuestas dentro y no fuera del ser, son puntos a mi parecer universales. De todas maneras, fue interesante leer cómo concibe a dios la filosofía del relato. También es interesante la sensación que queda de buscarse uno mismo y entenderse, más allá de las condiciones externas en las que estamos y que solo nos determinan transitoriamente. 

A Boecio, gracias. Y a la filosofía, muchas más gracias. 

sábado, 12 de septiembre de 2020

Defender lo indefendible

Por políticas internas casi siempre he preferido abstenerme de escribir sobre temas polémicos en este blog, básicamente porque nació como un medio de canalización en momentos de crisis, pasó a pretender tratar temas de libros que he leído y luego simplemente a mencionar temas aleatorios que me interesan. Sin embargo, hoy creo que están sucediendo demasiadas cosas como para no escribir sobre ellas, no con el ánimo de alentar el odio y la intolerancia, sino como un medio para verificar hechos que considero que se salieron de todos los límites conocidos. Puede que esto no sea nuevo, pero hay problemas muy serios de dimensiones que - por lo menos yo - no había reflexionado antes. 

En el 2020, Javier Ordoñez muere a golpes por abuso policial. En 2020, un vendedor ambulante de 78 años es golpeado por la policía en Bogotá. También en el 2020, un policía va a la cárcel por violar una mujer en un bus de la institución. En el 2019, Dylan Cruz es asesinado por el Esmad en medio de las protestas en Bogotá. En el 2018, investigan presunto abuso policial durante un operativo en Puerto Colombia. En el 2016, uniformados torturan un detenido en el CAI de Codito. También en el 2016, fueron destituidos 15 policías por conformar una red de corrupción utilizando información del RUNT en Barranquilla. En el 2013, el patrullero Jairo Díaz fue asesinado en los cerros orientales de Bogotá y en el 2015 capturan a un subintendente de la policía por su relación con el crimen y por tráfico de estupefacientes. En el 2012, el general Mauricio Santoyo fue condenado por una corte norteamericana por apoyar paramilitares. En el 2011, un graffitero fue asesinado por un policía que le disparó a 1.30 m de distancia por la espalda, y además alteró la escena del crimen e intimidó a un falso testigo para culpar a la víctima. En el 2009, Profamilia y la Universidad Nacional publicaron en un estudio sobre sexualidad y derechos en que el 78,7% de las personas trans y el 47% de personas gay han sido discriminadas por la policía, con al menos 31 casos reportados de abuso policial entre 2006 y 2007 y 48 casos entre 2008 y 2009. En el 2009, el mayor William Chavista Acosta en Barranquilla declara que se desarrollan operativos para identificar travestis y erradicarlos. En 1993, un policía violó y asesinó a una niña de 5 años en una estación. 

¿Se han cometido abusos también de parte de la ciudadanía contra la policía? Claro que sí. ¿Hay crimen organizado que no involucra policías? Por supuesto. ¿Hay escándalos de corrupción que involucran otros sectores como los políticos, los empresarios, los militares y la ciudadanía en general? Sí, es más, es tanto, que posiblemente esta entrada no terminaría si me decidiera a mencionarlos todos. Pero hay al menos dos problemas muy graves que se exacerban en momentos como el que estamos viviendo, que nos involucran a todos y que representan un círculo vicioso preocupante. El primero, etiquetar a las personas por los grupos a los que pertenecen y asumir que "merecen" ciertos tratos o ciertos castigos. Es aquel debate curioso sobre "acabar con los malos", porque son los malos y se justifica su erradicación. Y si es así, ¿qué somos los que quedamos que antes nos tildábamos de buenos? ¿Realmente podemos tomar decisiones y posturas tan radicales porque el condenar la maldad reafirma nuestra bondad? No sé, es una pregunta abierta. Valdría la pena cuestionárselo todos los días.

El segundo, que termina siendo una consecuencia del primero es justificar la muerte de las víctimas, por supuestos comportamientos que tuvieron. Ya escuché comentarios como: "pero es que ese señor Javier no eran tan bueno como lo pintan, tomaba mucho y quién sabe qué más hacía". Hubo muchos con respecto a Dylan Cruz, el clásico "quién lo mandó a estar allá", "pero eso para qué se puso a buscar problemas" o "eso le pasa por revoltoso". Esta situación se presenta aún si no hay ningún policía involucrado. Los casos más normalizados por la sociedad son las violaciones de mujeres y feminicidios, en las que muchas personas justifican los crímenes porque "quién la manda a vestirse así", "eso le pasa por salir con tipos", "para qué estaba sola a esa hora en la noche" o "¿y quién la mandó a irse de rumba?". ¿En verdad creemos que está bien que una mujer sea violada y asesinada porque se puso una falda corta? Si es así, conviene entonces analizar cada paso que damos, porque quizás alzar el tono de la voz, fumar, salir con los amigos, o comprar unos dulces en una tienda, sean suficientes motivos para que cualquier día, el muerto sea uno. Y entonces, los demás dirán que "quién lo mandó a hablar duro" o "eso le pasa por andar por ahí".

La propia sociedad condena cuando le conviene y defiende cuando le conviene. Hay abuso de poder, estoy convencida, y mientras buscaba las noticias para mencionar en este escrito, me enteré de muchos más casos, cada uno más escalofriante que el anterior. Pero la muerte de ninguna de estas personas está justificada por nada que hayan hecho y el simple hecho de que nosotros, en el día a día siquiera lo mencionemos, es también escalofriante. ¿De dónde sale la superioridad moral que nos permite pararnos en una esquina lejana y condenar a la víctima porque bebe, porque tiene cierta orientación sexual, por las actitudes que tiene o por la ropa que usa? ¿Es porque piensa y actúa diferente a nosotros? ¿Qué nos pasa? ¿No hemos aprendido nada? Supongo que no.

En el fondo no podemos excluirnos de toda esta problemática. Yo misma me he visto defendiendo unos bandos u otros, de acuerdo con la situación y con lo que creo. No siento que haya llegado a extremos tan graves, pero seguro sí me ha faltado coherencia en argumentos. ¿La policía es corrupta? Sí. ¿Son casos aislados? No, esto ya es sistemático. ¿Acabar con ellos es la solución? Eso no lo creo. La verdad es que no tengo una respuesta clara. Pero habrá que seguir reflexionando. 

miércoles, 12 de agosto de 2020

No es normal

En el 2016, la periodista Gretchen Carlson interpuso una demanda contra el director de la cadena Fox News por acoso sexual. El escándalo estalló más apropiadamente cuando Megyn Kelly, una de las más destacadas de la cadena en el momento, se unió a la acusación contra Ailes. Aparentemente todo terminó bien y el tipo fue "destituido" de su cargo, quedando relegado - por decirlo de alguna manera - a consejero de la 21st Century Fox. Un castigo aparente, a pesar de que el asunto del escándalo sexual quedó un poco fuera de la discusión y de hecho, no retumba tan poderoso como debería o al menos no más que su título de "genio de la Fox". Lo digo con conocimiento de causa, estuve revisando titulares de noticias con el nombre de Ailes y salvo por los medios españoles, no es mucho lo que se menciona sobre el acoso sexual comparado con toda su gran labor para la cadena y para el partido Republicano. Todo un fenómeno: un hombre poderoso y rico abusa de su posición de poder, hace y deshace y es irremediablemente un acosador sexual, pero a todos nos queda el gran mensaje de su genialidad. Parece que el fin sí justifica los medios. Si eres hombre, claro.

La última película que vimos en cine antes de la pandemia fue Bombshell, que es la historia del escándalo de Ailes. Sentí tanta rabia. Justo el semestre anterior, tuve que salirme de un curso de traducción en la Nacional porque el profesor seguramente pensó que saludarlo amablemente era sinónimo de querer salir con él y se tomaba atribuciones como cargarme la maleta a pesar de que le dije que no insistentemente, llamarme y escribirme todos los días por Whatsapp. Claro, seguramente no hay comparación. Pero la sensación de angustia, ira, impotencia y vulnerabilidad es algo que me quedó dando vueltas en la cabeza, lastimosamente junto a otras experiencias desagradables que todas las mujeres vivimos.

¿Qué mujer no ha tenido que acudir a los amigos en una fiesta para quitarse de encima a un tipo manilargo e insoportable? ¿Quién no ha inventado alguna vez que tiene novio o esposo para que un tipo deje de lado la actitud intimidante que considera coquetería? ¿A quién no la han tocado sin su consentimiento al bailar en una fiesta o en un bus o en la calle? ¿Quién no se ha sentido asqueada por la manera en que un hombre la ve y se muerde el labio o le ajusta la mano más de la cuenta en señal de "atracción"?

Empecé el curso de traducción muy emocionada por aprender cosas y herramientas nuevas. El primer día el tipo anuncia que trabaja haciendo traducciones médicas y pregunta quién ha tenido o tiene algún trabajo en traducción. Participé y expliqué sobre los trabajos que he tenido. Al salir, se quedó a hacerme conversación, aparentemente todo muy normal. Al día siguiente llegué temprano, me saludó y me dijo que tenía un trabajo largo como parte del grupo de traductores con que trabaja, que si me interesaría participar a lo cual contesté que sí. Me pidió mi teléfono, hasta ahí, normal. Ya llegaremos al momento de la culpa estúpida e infundada, el rezago de esa neurona del siglo V, que me culpa a mí misma por darle el teléfono, porque claro, la víctima en estos casos es siempre quién se busca los problemas. ¿No lo han dicho ya los jueces de la República? 

A partir de ahí, comenzó a escribirme todos los días. Primero un saludo y luego a decir que estaba muy bonita en la clase de hoy, cosas así. Trataba de hacer conversación en la clase y me empecé a sentir muy incómoda. Si participaba, decía frases como: "sí, me gusta mucho esa traducción". Ahí me enfurecí. Siempre me he sentido en igualdad académica con los hombres, y me invadió la ira al ver que su "aprobación" no era más que un refuerzo a su actitud de "conquistador". Me sentí muy vulnerable, como si tuviera que hacer toda una labor de inteligencia para poder ir a la clase y decidí no volver. Me escribió otra vez para decirme que me había extrañado. Nunca contesté ninguno de sus mensajes. Ese fin de semana, me llamó al menos 6 veces. Por supuesto, no contesté.

Llamé a la universidad para cancelar el curso, llevé los papeles con un amigo y entonces, se apresuró a escribir un mensaje diciendo que esperaba que no hubiese malinterpretado sus mensajes, que lo único que pasaba es que le parecía que yo era muy "pila". No me digas. Además hay que agradecerle porque me estaba ofreciendo la tal traducción ese fin de semana en que llamó con insistencia. 

Me quejé por escrito en la universidad pero nada pasó. Me sentí culpable, ridícula, tonta, como si todo lo que soy se pusiera en tela de juicio por un evento que no es ni la milésima parte del acoso y la violencia que muchas mujeres viven a diario en el mundo. Y entonces, si yo me sentí tan vulnerable y desamparada con algo que no es tan grave, ¿qué sentirán ellas?

Estallan y estallan escándalos pero los titulares de las noticias siguen refiriéndose a las carreras destruidas de esos hombres que son abusadores. La palabra de una mujer no vale. La de muchas, de hecho, tampoco. El mensaje sigue permaneciendo subterráneo, escondido bajo argumentos pobres como que estos episodios son arrebatos de las mujeres, malas interpretaciones o exageraciones. Y es que se ha normalizado tanto la cultura del abuso, que uno mismo se pregunta si está llevando todo demasiado lejos. Estamos reducidas a ser organismos emocionales incapaces de comprender las bromitas inofensivas de la sociedad en que vivimos. Y eso que nos hemos adaptado bastante. Tanto, que nuestro primer impulso ante una actitud abusadora es sacar la carta del novio/esposo falso, porque en el fondo sabemos que nuestra negativa no es válida, pero si hay un hombre que hable por nosotras, sí.

Acabo de ver en las noticias y en mi correo electrónico una ola de denuncias contra profesores de la Nacional. Yo les creo. He escuchado muchos casos de personas cercanas. Hay que alzar la voz aunque sea difícil. Y hay que saber reaccionar, porque sentir que lo único que puedes hacer es huir, es terrible. Debe ser peor cuando no puedes hacerlo. 


jueves, 16 de julio de 2020

¿Qué somos? ¡Salsa!

Guardo en algún rincón de la memoria mi imagen escribiendo este post, pero no estoy segura si ya pasó o si sólo lo he imaginado. De cualquier manera, hoy me levanté pensando en timba y en salsa y en todo eso que esta música me hace sentir y en todo lo que he experimentado con los varios géneros de salsa que he intentado - no con tanto éxito - bailar. También en lo que pensaba que era la salsa antes de intentar poner un pie en una clase y de conocer a un hombre con una pasión irrefrenable por este género.

Para hacer el cuento corto, abandoné el intento de puntas del ballet, el zapateado flamenco, los shimmies de la danza árabe y los egyptian del tribal el día que vi una presentación de salsa que me robó el corazón. A pesar de lo mucho que disfruté bailando todo el tiempo que le dediqué a otros géneros, ese día sentí que algo en los timbales, las trompetas o en las congas me llamaba a gritos. Y comencé un viaje por un sinfín de ritmos tropicales, derivados del son, del jazz, la guaracha, el bolero, el danzón, la bomba y la plena. Y es que los estilos de baile de la salsa, son tan variados como los ritmos de los que nació.



Todo comenzó con salsa neoyorkina y puertorriqueña, que aprendíamos a bailar al estilo Los Ángeles. Iba a clase una vez a la semana y luego comencé a ir más y después salíamos con un grupo a bares de salsa cada fin de semana. Ni siquiera tomábamos alcohol, solo agua. Era una manera muy distinta de disfrutar la rumba. Cambiamos de academia y exploramos otros ritmos y estilos. Aprendimos el estilo Nueva York, algo de mambo, pachanga y charanga. Luego, la más difícil de todas para mí pero a la vez mi favorita hasta ese momento: cha cha chá. Con la llegada de un profesor de Cali, aprendimos el estilo de la sucursal del cielo. Al verlo bailar a él, parecía que todo fuera muy sencillo, pero luego, uno se veía al espejo y se daba cuenta que estaba lejos de ser lo que debía. Hubo un punto en que nos obsesionamos con la técnica a tal punto en que no disfrutábamos bailar y al tomar las clases con el estilo caleño aprendimos a dejarnos llevar y simplemente hacer lo que podamos pasándola bien. El baile fluye mucho más así.

La única clase a la que renuncié definitivamente fue a la de "lady style". El estilo de las mujeres no marca tanto el trabajo de pies - que es lo que más me gusta - sino que enfatiza los brazos y una actitud con la que definitivamente no puedo. Es que bailar a mí no me "motiva" a intentar ser sexy sino a moverme y cantar la canción a todo pulmón. Todo lo opuesto al "lady style" estilo Los Angeles y Nueva York. 

Por cosas del destino y persiguiendo el estilo cubano, terminamos en clases de rueda de casino. Siempre pensé que era una cosa graciosa esa, una rueda de varias parejas con unos pasos medio coreografiados, que hacen show en los bares o en las fiestas. Pero luego, comenzamos clases allá. Es indescriptible la sensación de estar en una rueda. La dinámica es así: uno sí aprende un estilo y unos pasos. Suena la música, y quien lidera la rueda, dice en voz alta el nombre de los pasos y por eso todo el mundo hace lo mismo. Esos pasos pueden incluir el cambio de parejas y es divertidísimo. La primera clase de intermedio, yo no sabía nada, pero al bailar todo el mundo me sonreía y me decía: ¡no importa! ¡tú disfruta! Para las mujeres, en este estilo no se necesitan tacones, no hay que estar arriba en medias puntas sino con las rodillas flexionadas para mover la cadera y te mueves como te nace. En algún punto, se baila de manera libre, se siente la canción y no se sigue ningún patrón. Es genial. 

Hoy me levanté pensando en qué extraño de la época previa a la cuarentena. En mi casa puedo trabajar, leer, escribir, dibujar, maquillarme y hasta bailar yo sola. Pero pensé en esas clases de salsa, de cha cha y sobretodo, en las ruedas de casino. Cómo las extraño. 






Una vida que vale la pena

No creo haber leído antes dos obras de autores colombianos consecutivas salvo quizás por un par de libros de García Márquez. He pasado un bu...