lunes, 23 de diciembre de 2024

“Y por amor a la memoria llevo sobre mi cara la cara de mi padre”

Héctor Abad Faciolince escribió “El Olvido que Seremos” veinte años después del asesinato de su padre como un – y cito: “homenaje a la memoria y a la vida de un padre ejemplar”. Repite con insistencia ese número, veinte, porque dice que solo hasta ese momento tuvo la fuerza para escribir algo que no fuera excesivamente sentimental – y sospecho que idealizado – pero lo suficiente para rendir tributo a lo que era su padre y lo que vivió con él. El número me resuena en la cabeza porque también han pasado exactamente veinte años desde la muerte de mi propio padre y he notado que siempre genero una gran empatía con estas historias por conocer el dolor de la muerte de primera mano. Sin embargo, a través de las páginas, las historias, los recuerdos, las anécdotas y las ideas de Faciolince, noté que no solo perdí a un padre sino a tres y que de todos también guardo mucho más que recuerdos: vive en mí parte del espíritu de todos ellos. 

El primero que faltó fue mi abuelo materno a quien todos en la familia le decíamos nonito. Estuvo a mi lado desde que nací hasta que él murió cuando yo tenía 12 años. La infancia es una etapa muy curiosa porque al parecer, uno absorbe una cantidad de información que no entiende sino hasta décadas después. El espíritu y las ideas de bienestar que él tenía se parecen muchísimo a las de Héctor Abad Gómez, mi nonito no era médico sino farmacéutico y, por lo mismo, todos acudían a él para aliviar cualquier dolor, era inteligente, entendía de medicamentos y tenía un espíritu de servicio que no he visto igual en otra persona. En los últimos años de su vida trabajó en una farmacéutica pequeña y me dejaba a veces los empaques vacíos de las ampolletas de bacilos lácticos, o goteros, o cualquier otro elemento que me permitiera jugar a ser médico. Aunque parezca increíble, no se me había ocurrido antes que mi gusto por la investigación clínica podía venir de ahí y tampoco, que la frustración de notar que en este país faltan las bases de bienestar antes que desarrollos científicos complejísimos podía ser la misma que él sintió mucho antes. Guardé durante todos estos años el dolor de no poder compartir con él siendo adulta porque la vida no lo permitió, pero en medio de una epifanía con este libro noté que quedaron en mi forma de ser muchas más trazas de él de las que había notado. Y eso me genera una especie de felicidad nostálgica. 




El siguiente fue mi papá. Era abogado, inteligentísimo, hábil para entender de todo tipo de temas, lector empedernido y bailarín prodigioso. Se repite el dolor de no poder compartir con él siendo adulta porque murió cuando yo tenía 16 años y su muerte me trajo una rabia inconmensurable porque me pareció la más injusta de todas. Dice Faciolince que ciertos tipos de muertes generan mucha rabia y una especie de rebeldía con el mundo. Eso fue lo que sentí yo durante mucho tiempo. No sé bien hacia quién iba dirigida esa rabia, al mundo parecía ser, uno se estrella contra todos y contra todo, contra la idea de dios, contra el destino, contra la gente que lo quiere ayudar. La rabia es siempre un sentimiento que me cuesta mucho superar, es bastante invasivo y trae consigo una especie de tranquilidad por el desarraigo. Supongo que quien más soportó mi rabia fue mi mamá, mi odio hacia el mundo parecía no tener fin y ser una adolescente no ayudaba mucho que digamos. De mi papá extraño todo y siempre he pensado que es de quién más rasgos conservo, no solo físicos sino en la personalidad: la impuntualidad, la mala memoria, el amor por la lectura y la música, la capacidad de que el 90% de las cosas en la vida no me preocupen. Hay muchas cosas que me habría gustado discutir con él de todo tipo de temas. Si estuviera vivo, seguro iría conmigo a las clases de salsa, sin importar nada. 




El último es mi abuelito paterno, que murió apenas hace unos pocos años. Tuvo que soportar la muerte de su hijo, la ceguera y la falta de audición. Un ser tranquilo y resiliente, un caballero en todo el sentido de la palabra, uno de verdad. No sé si mi abuelito sería igual en su juventud, que claramente no conocí, pero al menos en sus años ya mayor, siempre tuvo una gran cortesía, una agradable manera de hablar y una memoria envidiable. Tenía siempre una historia para todo, una palabra de confianza en la vida y una voluntad inquebrantable, rasgos que de nuevo como el caso del nonito, creo que viven más en mí de lo que pensaba y no lo había notado hasta leer las líneas de Faciolince. Perder la visión siempre me ha parecido algo muy duro y el afrontó esa prueba con una paciencia admirable. 




Mis abuelos y mi papá ya no están. Su imagen quedó congelada en el tiempo, solo visible a través de las fotos que tenemos guardadas de épocas en las que las cámaras digitales no existían. Ya no es posible contarles qué está pasando en el mundo, qué libro leí, qué película vi, en qué estoy trabajando ahora. Si bien yo no creo en dios, me gusta pensar que ellos están en alguna parte, su energía, su esencia y que me guían por los caminos que recorro en la vida. Han pasado veinte años desde la muerte de mi papá y Faciolince tenía razón: solo hasta ahora logro escribir algo sobre esta ausencia que uno siempre carga, pero a la que de cierta forma se acostumbra. Ahora no viven en mi memoria, sino literalmente en mí.

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