martes, 31 de diciembre de 2024

Una vida que vale la pena

No creo haber leído antes dos obras de autores colombianos consecutivas salvo quizás por un par de libros de García Márquez. He pasado un buen tiempo explorando la literatura rusa, española, inglesa y norteamericana y por alguna razón, rara vez mi interés se posaba en escritores y escritoras colombianos. Mientras estaba terminando “El olvido que seremos” vi una entrevista a Piedad Bonnett que me llamó muchísimo la atención entre otras cosas porque es una mujer de la cual no sabía nada más allá de la trágica muerte de su hijo sobre la cual escribió uno de sus libros más famosos. Piedad es una mujer con muchas cosas por decir. Muchísimas. Las periodistas que la entrevistaron habían leído toda su obra y me quedó sonando, así como a una de ellas el título de “Qué hacer con estos pedazos” porque a partir de una situación aparentemente cotidiana, se desencadenaba una avalancha de pensamientos e inconformidades de las que quise enterarme más, porque al fin y al cabo, ¿no es así la vida misma?



No pretendo contener en este escrito el mar de sensaciones que me generó el libro que por cierto leí en tres días, justo a tiempo para terminar el 2024. Creo que no podría hacerlo, aunque quisiera. Pero esta historia, que abarca todo a partir de casi nada, genera una gran cantidad de interrogantes que desembocan en si vale la pena vivir la vida que uno ha construido y si aún tiene tiempo de redireccionar lo que no le gusta. Emilia, la protagonista, es una mujer inmersa en un contexto diametralmente diferente al mío y, aun así, con dilemas y cuestionamientos que sentí tan compartidos como el aire que respiramos. Un evento aleatorio y aparentemente insignificante, la lleva a notar detalles en situaciones que le pasaban desapercibidas en el mar de la cotidianidad y la costumbre y a darse cuenta de que ha sido siempre alguien que cede, que quiere agradar, que se mueve por culpa y por temor y por desasosiego salvo por momentos fugaces y distanciados entre sí, que la hacen sentir viva, pero a la vez asustada. Asustada de perder, quizás. Aferrarse a lo que uno cree que tiene y por lo que ha luchado, a veces sin cuestionarse si es algo que quería realmente o si en este momento le causa más desdicha que gozo. La vida inmersa en el agujero negro de la costumbre que lo devora todo con su gravedad avasalladora, que no permite pensar, cuestionar, nada. ¿Cuánto tiempo estamos dispuestos a vivir así? ¿Es eso realmente vida? ¿Alguna vez nos lo preguntamos?


Hay momentos, cuando Emilia está reflexionando o investigando para escribir sus crónicas en los que siente que no tiene bordes que la separen del mundo exterior. Se siente plena, infinita y poderosa, como si de repente hubiera comprendido el poder que corre por sus venas y estuviera dispuesta a usarlo. Son momentos breves y por lo general alejados de todo y de todos tal vez porque es ahí el momento en el que puede ser ella sin ataduras, sin las críticas del marido, del padre, de la madre, de los hermanos, de la hija. ¿No es un poco así la vida? Los ojos inquisidores de familiares, amigos y hoy en día, incluso de desconocidos en el mundillo virtual. Emilia intenta cambiar casi siempre sin éxito, porque dejar de recorrer los caminos que uno ha seguido por años no es nada fácil, aparecen los pasos ahí por inercia, sin siquiera proponérselo. La respuesta a la que llego es esta: no vale la pena vivir así. La vida se convierte más bien en un relicario de “si hubiera dicho” o “si hubiera hecho” o “debí hacer esto”, las escenas ficticias que se repiten en la cabeza pero que, en realidad, uno jamás vivió porque ni lo intentó. Y eso no puede ser: hay que salir a vivir. No se trata de hacer grandes cosas, sino más bien tener la libertad de hacer lo que uno quiera, de permitirse sentir, equivocarse, experimentar con sentimientos y con situaciones. 


Este año que termina ha sido quizás en el que más me he permitido ser yo misma, mucho más que cualquier otro. Y hay que decir que esa persona en la que me he convertido me agrada mucho más que aquella que solo quería complacer a los demás. 

lunes, 23 de diciembre de 2024

“Y por amor a la memoria llevo sobre mi cara la cara de mi padre”

Héctor Abad Faciolince escribió “El Olvido que Seremos” veinte años después del asesinato de su padre como un – y cito: “homenaje a la memoria y a la vida de un padre ejemplar”. Repite con insistencia ese número, veinte, porque dice que solo hasta ese momento tuvo la fuerza para escribir algo que no fuera excesivamente sentimental – y sospecho que idealizado – pero lo suficiente para rendir tributo a lo que era su padre y lo que vivió con él. El número me resuena en la cabeza porque también han pasado exactamente veinte años desde la muerte de mi propio padre y he notado que siempre genero una gran empatía con estas historias por conocer el dolor de la muerte de primera mano. Sin embargo, a través de las páginas, las historias, los recuerdos, las anécdotas y las ideas de Faciolince, noté que no solo perdí a un padre sino a tres y que de todos también guardo mucho más que recuerdos: vive en mí parte del espíritu de todos ellos. 

El primero que faltó fue mi abuelo materno a quien todos en la familia le decíamos nonito. Estuvo a mi lado desde que nací hasta que él murió cuando yo tenía 12 años. La infancia es una etapa muy curiosa porque al parecer, uno absorbe una cantidad de información que no entiende sino hasta décadas después. El espíritu y las ideas de bienestar que él tenía se parecen muchísimo a las de Héctor Abad Gómez, mi nonito no era médico sino farmacéutico y, por lo mismo, todos acudían a él para aliviar cualquier dolor, era inteligente, entendía de medicamentos y tenía un espíritu de servicio que no he visto igual en otra persona. En los últimos años de su vida trabajó en una farmacéutica pequeña y me dejaba a veces los empaques vacíos de las ampolletas de bacilos lácticos, o goteros, o cualquier otro elemento que me permitiera jugar a ser médico. Aunque parezca increíble, no se me había ocurrido antes que mi gusto por la investigación clínica podía venir de ahí y tampoco, que la frustración de notar que en este país faltan las bases de bienestar antes que desarrollos científicos complejísimos podía ser la misma que él sintió mucho antes. Guardé durante todos estos años el dolor de no poder compartir con él siendo adulta porque la vida no lo permitió, pero en medio de una epifanía con este libro noté que quedaron en mi forma de ser muchas más trazas de él de las que había notado. Y eso me genera una especie de felicidad nostálgica. 




El siguiente fue mi papá. Era abogado, inteligentísimo, hábil para entender de todo tipo de temas, lector empedernido y bailarín prodigioso. Se repite el dolor de no poder compartir con él siendo adulta porque murió cuando yo tenía 16 años y su muerte me trajo una rabia inconmensurable porque me pareció la más injusta de todas. Dice Faciolince que ciertos tipos de muertes generan mucha rabia y una especie de rebeldía con el mundo. Eso fue lo que sentí yo durante mucho tiempo. No sé bien hacia quién iba dirigida esa rabia, al mundo parecía ser, uno se estrella contra todos y contra todo, contra la idea de dios, contra el destino, contra la gente que lo quiere ayudar. La rabia es siempre un sentimiento que me cuesta mucho superar, es bastante invasivo y trae consigo una especie de tranquilidad por el desarraigo. Supongo que quien más soportó mi rabia fue mi mamá, mi odio hacia el mundo parecía no tener fin y ser una adolescente no ayudaba mucho que digamos. De mi papá extraño todo y siempre he pensado que es de quién más rasgos conservo, no solo físicos sino en la personalidad: la impuntualidad, la mala memoria, el amor por la lectura y la música, la capacidad de que el 90% de las cosas en la vida no me preocupen. Hay muchas cosas que me habría gustado discutir con él de todo tipo de temas. Si estuviera vivo, seguro iría conmigo a las clases de salsa, sin importar nada. 




El último es mi abuelito paterno, que murió apenas hace unos pocos años. Tuvo que soportar la muerte de su hijo, la ceguera y la falta de audición. Un ser tranquilo y resiliente, un caballero en todo el sentido de la palabra, uno de verdad. No sé si mi abuelito sería igual en su juventud, que claramente no conocí, pero al menos en sus años ya mayor, siempre tuvo una gran cortesía, una agradable manera de hablar y una memoria envidiable. Tenía siempre una historia para todo, una palabra de confianza en la vida y una voluntad inquebrantable, rasgos que de nuevo como el caso del nonito, creo que viven más en mí de lo que pensaba y no lo había notado hasta leer las líneas de Faciolince. Perder la visión siempre me ha parecido algo muy duro y el afrontó esa prueba con una paciencia admirable. 




Mis abuelos y mi papá ya no están. Su imagen quedó congelada en el tiempo, solo visible a través de las fotos que tenemos guardadas de épocas en las que las cámaras digitales no existían. Ya no es posible contarles qué está pasando en el mundo, qué libro leí, qué película vi, en qué estoy trabajando ahora. Si bien yo no creo en dios, me gusta pensar que ellos están en alguna parte, su energía, su esencia y que me guían por los caminos que recorro en la vida. Han pasado veinte años desde la muerte de mi papá y Faciolince tenía razón: solo hasta ahora logro escribir algo sobre esta ausencia que uno siempre carga, pero a la que de cierta forma se acostumbra. Ahora no viven en mi memoria, sino literalmente en mí.

Una vida que vale la pena

No creo haber leído antes dos obras de autores colombianos consecutivas salvo quizás por un par de libros de García Márquez. He pasado un bu...