jueves, 16 de julio de 2020

¿Qué somos? ¡Salsa!

Guardo en algún rincón de la memoria mi imagen escribiendo este post, pero no estoy segura si ya pasó o si sólo lo he imaginado. De cualquier manera, hoy me levanté pensando en timba y en salsa y en todo eso que esta música me hace sentir y en todo lo que he experimentado con los varios géneros de salsa que he intentado - no con tanto éxito - bailar. También en lo que pensaba que era la salsa antes de intentar poner un pie en una clase y de conocer a un hombre con una pasión irrefrenable por este género.

Para hacer el cuento corto, abandoné el intento de puntas del ballet, el zapateado flamenco, los shimmies de la danza árabe y los egyptian del tribal el día que vi una presentación de salsa que me robó el corazón. A pesar de lo mucho que disfruté bailando todo el tiempo que le dediqué a otros géneros, ese día sentí que algo en los timbales, las trompetas o en las congas me llamaba a gritos. Y comencé un viaje por un sinfín de ritmos tropicales, derivados del son, del jazz, la guaracha, el bolero, el danzón, la bomba y la plena. Y es que los estilos de baile de la salsa, son tan variados como los ritmos de los que nació.



Todo comenzó con salsa neoyorkina y puertorriqueña, que aprendíamos a bailar al estilo Los Ángeles. Iba a clase una vez a la semana y luego comencé a ir más y después salíamos con un grupo a bares de salsa cada fin de semana. Ni siquiera tomábamos alcohol, solo agua. Era una manera muy distinta de disfrutar la rumba. Cambiamos de academia y exploramos otros ritmos y estilos. Aprendimos el estilo Nueva York, algo de mambo, pachanga y charanga. Luego, la más difícil de todas para mí pero a la vez mi favorita hasta ese momento: cha cha chá. Con la llegada de un profesor de Cali, aprendimos el estilo de la sucursal del cielo. Al verlo bailar a él, parecía que todo fuera muy sencillo, pero luego, uno se veía al espejo y se daba cuenta que estaba lejos de ser lo que debía. Hubo un punto en que nos obsesionamos con la técnica a tal punto en que no disfrutábamos bailar y al tomar las clases con el estilo caleño aprendimos a dejarnos llevar y simplemente hacer lo que podamos pasándola bien. El baile fluye mucho más así.

La única clase a la que renuncié definitivamente fue a la de "lady style". El estilo de las mujeres no marca tanto el trabajo de pies - que es lo que más me gusta - sino que enfatiza los brazos y una actitud con la que definitivamente no puedo. Es que bailar a mí no me "motiva" a intentar ser sexy sino a moverme y cantar la canción a todo pulmón. Todo lo opuesto al "lady style" estilo Los Angeles y Nueva York. 

Por cosas del destino y persiguiendo el estilo cubano, terminamos en clases de rueda de casino. Siempre pensé que era una cosa graciosa esa, una rueda de varias parejas con unos pasos medio coreografiados, que hacen show en los bares o en las fiestas. Pero luego, comenzamos clases allá. Es indescriptible la sensación de estar en una rueda. La dinámica es así: uno sí aprende un estilo y unos pasos. Suena la música, y quien lidera la rueda, dice en voz alta el nombre de los pasos y por eso todo el mundo hace lo mismo. Esos pasos pueden incluir el cambio de parejas y es divertidísimo. La primera clase de intermedio, yo no sabía nada, pero al bailar todo el mundo me sonreía y me decía: ¡no importa! ¡tú disfruta! Para las mujeres, en este estilo no se necesitan tacones, no hay que estar arriba en medias puntas sino con las rodillas flexionadas para mover la cadera y te mueves como te nace. En algún punto, se baila de manera libre, se siente la canción y no se sigue ningún patrón. Es genial. 

Hoy me levanté pensando en qué extraño de la época previa a la cuarentena. En mi casa puedo trabajar, leer, escribir, dibujar, maquillarme y hasta bailar yo sola. Pero pensé en esas clases de salsa, de cha cha y sobretodo, en las ruedas de casino. Cómo las extraño. 






domingo, 5 de julio de 2020

L'obsession

Cuando era una adolescente encontré un libro de francés en la biblioteca de mis tíos olvidado en una esquina. Pregunté si podía tomarlo prestado porque me llamó la atención y ante la respuesta positiva de mi tía, me lo llevé a mi casa para verlo bien. Había algunos ejercicios resueltos - nunca supe realmente por quién - y yo me sentaba a contemplarlos sin atreverme a intentar nada mientras imaginaba cómo se pronunciarían esas bellas palabras desconocidas. Soñaba con aprender francés cuando llegara a 10°, todo el mundo hablaba maravillas de la profe Maria Teresa y esperé con ansias ese momento. Cuando por fin llegué a décimo, ese bello idioma era todo lo que yo había soñado.

Aprendí algunas cosas: palabras, verbos, adjetivos, tiempos verbales, algo de pronunciación. Tuve buenas calificaciones siempre. Pero luego, el colegio terminó y con él, el idioma. Comenzó la universidad y ya no tuve tiempo para continuar o tal vez no tuve la voluntad de ir a hacer la fila eterna en el Área de lenguas extranjeras un martes a las 7:00 a.m. para poder apartar el cupo. No me emocionaba entonces participar en cursos con un montón de desconocidos y quizás por eso tampoco intenté con mucho ahínco. Este idioma ha sido por muchos años algo que contemplo maravillada desde la oscuridad, casi siempre sin hacer nada.

Me cansé de mi falta de voluntad. Entonces, decidí buscar un profesor y recurrí a la directora de la academia donde aprendí inglés para preguntarle si conocía  alguien que supiera francés. Ella me dijo que sí, que fuera un fin de semana a hablar con ella para preguntarle si podría participar de las clases grupales - que por cierto, seguían sin emocionarme - o si podría aprender en clases particulares. No tenía un gran presupuesto realmente, pero de todas maneras fui a averiguar. Llegué muy temprano y la esperé. Tenía una expresión de disgusto y cuando me vio, pareció que un odio visceral le recorría todo el cuerpo. Era la primera vez que la veía en mi vida, aún no me explico de dónde sacó esa mirada llena de ira ni mucho menos su actitud al hablar conmigo. Le comenté que quería aprender francés, me respondió secamente si alguna vez lo había estudiado y le respondí que apenas un par de años en el colegio. ¿Vas a estudiar a Francia o a Canadá?. Negué con la cabeza. ¡¿Entonces para qué quieres aprender francés?!. No pude responder nada. Apenas logré articular una palabra, respondí con una sonrisa que me gustaba mucho el idioma. ¡Sí, pero ¿para qué quieres aprender entonces?! No dije nada más y me fui. 

Me pareció que era una señal de la vida. A decir verdad, nunca me ha interesado ir a estudiar a Francia ni a Canadá. Me dije que tal vez ella tenía razón y que esto apenas era un capricho mío sin fundamento, que no valía la pena continuar. Pero de alguna manera siempre llegaba a mí por un camino u otro. Sofía estudiaba francés en ese entonces y practicaba en la universidad. Yo me sentaba a escucharla y a ver sus libros. Juancho estudió en un colegio francés y también estaba haciendo cursos y me gustaba preguntarle cosas o ver a lo lejos sus notas en francés. Cuando me gradué y trabajé como profesora una de mis grandes amigas era profesora de francés y me dio algunas clases. 

Luego entré a la maestría. Mi director de tesis es hijo de un francés y cuando venían estudiantes de intercambio del Instituto Curie, o un amigo suyo de Francia o cuando se encontraba con otro profesor de la facultad de Medicina que además era su amigo de infancia y que también hablaba francés, yo los escuchaba hablar en esa lengua que siempre me ha fascinado y que sentía que me había sido negada. No puedo evitarlo. Es como si la luz simplemente apareciera cuando la escucho o la leo. Años después hice un diplomado en escritura creativa. Mis grandes habilidades sociales me llevan siempre a evitar el contacto con las personas, pero por cosas de la vida, terminé hablando con un compañero que ¡oh! es profesor de la Alianza Francesa. Averigüé cursos grupales y clases particulares, pero por diferentes razones, al final no terminé haciendo nada.

Esta mañana, por alguna razón, me daba vueltas incesantemente en la cabeza la frase "nunca has hecho nada para aprender francés." Pero es injusto decirme eso. La verdad es que llevo años estudiando sola con los libros, en páginas de Internet, usando mis notas del colegio, y haciendo un curso en línea de la Alianza, que envía ejercicios y explicaciones diarias. Hago cuadernos de lo que estudio, escucho música en francés y me aprendo las letras, veo cómo pronuncian los cantantes y los imito lo mejor que puedo y he intentado leer libros con diccionario en mano, avanzando lenta y dolorosamente. Pero lo disfruto mucho. No me importa no poder sostener una conversación fluida, ni tampoco presentar un examen de suficiencia, mi objetivo no es andar por la vida presumiéndole a la gente si hablo un idioma o no y definitivamente no está en mis planes estudiar en Francia o Canadá. 

Pensé en esa pregunta que me hizo aquella vez la profesora llena de odio: ¡¿Para qué quieres aprender francés?! Yo no sé francés. Pero su mera existencia en mi vida me hace feliz.

Alors suouris. Si tu souris, la vie te le rendra. 





La vida es un ejercicio de paciencia

Esto puede parecer increíblemente pretencioso pero la verdad es que no lo es: he tenido casi siempre como una costumbre general de vida no l...