miércoles, 12 de noviembre de 2014

Rencor

La escena es esta: ahí estoy yo, sentada en un cuarto de cultivo, usando los virus que hice previamente para jugar con los genes de unas células mientras me pregunto con tristeza qué es lo que me hace falta para gustarle al tipo que me mueve el piso como hace mucho tiempo no pasaba. ¿Curioso, no? Es decir, no estoy sufriendo por la inminencia de la tesis, ni por los informes, ni por los experimentos, ni por mis jefes, básicamente porque tengo una plena confianza en mí misma, porque conozco perfectamente mis capacidades y los riesgos que puedo y estoy dispuesta a correr, pero no logro sobrellevar la situación más simple del universo. Me gusta mucho un tipo, al tipo le gustó una amiga mía y no hace más que preguntar por ella (preguntarme a mí por ella, básicamente) y esa debe ser la situación más común de la vida y no es ni la primera ni la última vez que me pasa lo mismo, pero ahí estoy, llevando a cabo una labor millones de veces más compleja pero entrando en una tormenta emocional por semejante estupidez. Eso desencadena una lucha constante entre dos partes que cohabitan en mi cabeza: una muy racional que está segura de lo absurdo del sufrimiento y una increíblemente idealista que conserva la ilusión a pesar de todo y que se construye una gran cantidad de expectativas a pesar de que evidentemente no hay esperanzas ahí. Comienza entonces la autoflagelación, la zozobra y las preguntas porque básicamente no sé qué hacer, los sentimientos me atacan y yo no sé bien qué hacer con ellos y aunque mi especialidad es ignorarlos o desaparecerlos, el método es cada vez menos eficiente.

Literalmente no sé qué hacer. Me duele el ego, lo acepto, digamos que el constante “rechazo” ya está haciendo mella y solo refuerza la coraza que tengo armada, bajo la cual estoy protegida sí o sí de esos estorbosos sentimientos que me entorpecen el camino. Sin embargo, me he dado cuenta que sin importar cuánto mi lado racional tome las buenas decisiones y sea consciente de lo lógico, siempre surge algo que sin ningún argumento acaba con todo, como en el caso de este tipo que me gusta y que jamás en la vida me va a poner atención. Lo cierto es que vivo callando ese lado vulnerable porque lo odio, porque me hace sentirme débil y porque quisiera desaparecerlo para siempre. Por eso me culpo cada vez que surge de nuevo, porque lo consideraba un asunto superado, una faceta enterrada y aparece así, sin más ni más, en medio de un experimento de transducción lentiviral (es que lo sigo pensando e insisto en que no tiene sentido). Con ese lado vulnerable, aparecen además todas las inseguridades emocionales y esa idea arraigada bajo la cual tengo la necesidad de demostrar quién sabe qué cosa para que me quieran. Absurdo eso también, mi lado racional lo sabe bien. No mienten cuando dicen que la vida es un constante aprendizaje, porque heme aquí sentada escribiendo esto, pensando que a pesar de todo el proceso de aceptación propia durante estos años, todavía me guardo rencor, todavía no me gusta como soy.

domingo, 26 de octubre de 2014

Reconciliando Ideas

He estado pensando mucho que hay ideas con las que necesito reconciliarme o no me van a dejar vivir en paz. La primera, es que a mi vida le hace falta romanticismo. Odio con toda el alma tener que aceptarlo además porque he construido un excelente discurso de por qué una mujer como yo no necesita de esas cosas, que son solo accesorias, un valor agregado. Y puede que sí, pero está bien, voy a aceptarlo a regañadientes: creo que sí me hace falta vivir otra vez esa emoción intensa, esos nervios, esas cosas que nada tienen que ver con la rutina a la que estoy acostumbrada.

Sin embargo, aceptar esa idea me lleva a otra en la cual me culpo porque básicamente no soy capaz de atraer y mantener la atención de un hombre. Ya he discutido ese tema en otro post y lo cierto es que esa sí que es una idea parásita porque no deja de perseguirme aunque me repito incesantemente que la vida es así, que a veces (y con más frecuencia de la que uno quisiera) ese tipo por el que uno prácticamente daría la vida, no lo voltea a mirar ni para despreciarlo. Eso pasa, hay que aceptarlo, superarlo y seguir. Así lo he hecho y supongo que así lo seguiré haciendo pero permanece una vocecita que me repite sin descanso que probablemente la de la culpa soy yo, teniendo en cuenta que esos mismos tipos se mueren por alguna de mis amigas, o por una mujer que no conozco, en fin, por alguien que no soy yo.

Hace poco me encontré de frente con esos nervios locos que me atacan cuando un tipo me gusta mucho y pensé por un momento que quizás podría ser correspondido o que al menos había una luz de esperanza. Sin embargo, no se demoró mucho el ataque de la realidad, no sólo por cosas que pasan sino básicamente por las que no pasan. Es decir, por su actitud es evidente que no está interesado (como por variar) y eso estaría bien si no llegara de nuevo el fantasma de la culpa a decirme ahora que quién me manda a mí a hacerme ilusiones falsas, que si no ha bastado con las mil veces que me ha pasado ya y que cuándo será que voy a aprender que esas ideas romanticonas simplemente no se le cumplen a las mujeres como yo.


Me quedó muy linda y bien hecha la coraza, pero empiezo a creer que me hace más daño que bien, porque sin importar cuánto intente alejarme del mundo de esas ilusiones, siempre van a surgir a causa de algún incauto que probablemente no tenga ni idea que me muero por él. Luchar contra eso, sentirme culpable y darme golpes de pecho simplemente no arregla la situación, pero sí termina siendo un catalizador para acabarme a pedazos probablemente más de lo debido y luego volver a reconstruirme cuesta más trabajo y termino con treinta mil prejuicios más, treinta mil razones más para culparme y treinta mil frases más que me lastiman. En una de esas epifanías de Transmilenio que suelen ser experimentales, me dije a mí misma que es cierto, que a mi vida le hace falta romanticismo y que tal vez sentir esa necesidad no tenga nada de malo, que tal vez es hora de dejar de regañarme mentalmente por las actitudes propias de un ser humano cualquiera. Se me ocurre que tal vez, la vida así sea más fácil y también puedo reconciliarme conmigo, que soy al fin y al cabo la única que me reprocha esas ideas.


jueves, 2 de octubre de 2014

Cambios

Es muy posible que yo sea una persona un poco desesperante, porque cambio de opinión cada dos horas sobre todo. Y no importa en cuál de los extremos de la vida decida sentarme, tenga por seguro que me voy a aburrir y voy a cambiar de ese lugar, porque ya no me gusta, porque me aburrí, porque el modelo ya no funciona para el contexto. Y es que si uno lo piensa bien, las cosas siempre van así, tomando curso propio, no importa cuánto quiera uno controlarlas o hacerlas caber en un molde claro para clasificarlas. Cuando eso pasa, cuando la vida le arrebata a alguien sin avisar, cuando lo golpea un problema grave, cuando la situación que ya estaba mal se pone peor y usted se da cuenta que no puede hacer nada al respecto es cuando resulta tan evidente que las cosas simplemente se dan y que uno puede quedarse fiel al molde y sufrir o romperlo para descubrir un mundo diferente. Esta maestría no ha hecho más que ponerme a sufrir y romper una enorme cantidad de paradigmas experimentales, biológicos, sociales y culturales que tenía. Para cerrar con broche de oro, en medio de esa sociedad que tanto me gusta analizar incluyendo mi propio lugar en ella, aparece alguien que literalmente destruye un montón de cosas que tenía en la cabeza y de las que estaba absolutamente convencida. Creo que él no tiene ni la más remota idea del efecto que está causando, creo que puede ser simplemente el rostro que le estoy asignando a algo de lo que me di cuenta sola, otra de esas realidades que le golpean a uno directo en la cara. En todo caso, las cosas parecen estar organizándose, el nuevo molde parece responder a las necesidades del ambiente, la nueva opinión prevalece, al menos un rato, mientras las condiciones y el contexto vuelven a cambiar.

jueves, 11 de septiembre de 2014

Síndrome de cachorritos en vitrina

Intuyo que este que voy a describir es otro de esos artefactos culturales que tanto desprecio, al cual he denominado “síndrome de cachorritos en vitrina”. En primer lugar, aclaro que hablo por mí, que ésta es exclusivamente mi percepción del asunto, teniendo en cuenta básicamente experiencias personales. Por alguna razón, las mujeres vivimos en una zozobra casi constante porque en el plano sentimental, nos cargamos la responsabilidad de no sólo atraer la atención de los hombres, sino además de mantenerla lo suficiente para ser elegidas, justo como ocurre con los cachorritos de la vitrina en una tienda de mascotas, que serán elegidos bien por ser lindos o por simpáticos. Creo que noté el patrón hace un buen tiempo pero por alguna razón y muy a pesar de considerarme una mujer inmune a ese tipo de presiones, básicamente por el entorno en que me desenvuelvo, me di cuenta que tenía ese chip bien instalado en el inconsciente y que posterior a las épocas de tranquilidad siempre aparecía la tormenta en el momento en que un hombre me gustaba y no me ponía atención. De cierta forma, sentía que estaba inmersa en una constante demostración de quién soy y lo que tengo por ofrecer para ser elegida, algo similar a lo que ocurre en la mayoría de especies de organismos, aunque con la salvedad que para éstas otras especies es el macho - que por demás cuenta con los gametos abundantes - el que trata de evidenciar lo benéfico de sus genes para ser elegido por las hembras - que tenemos los gametos limitantes - y pasar esas características a la siguiente generación. Para nadie es un secreto ese espíritu competitivo de las mujeres y esa necesidad que tienen algunas por tratar de enfatizar lo bueno que tienen todo el tiempo. Pues bueno, es inevitable ceder a esa presión. Quedé envuelta justo en ese panorama desde hace varios años y creí que había logrado escapar de ella, pero me di cuenta que no, que seguía siendo una especie de cachorrito en una vitrina gigantesca, con un dolor en el ego cada vez peor porque para rematar a las demás sí las elegían y a mí no.

Pretender cargar con la responsabilidad absoluta de atraer y mantener atención es absurdo de por sí. Siendo el asunto de dos personas, lo más lógico es que justamente los involucre a los dos. Sin embargo, hay una presión intrínseca por ser bonita o por ser interesante, o amable o tierna o quién sabe cuántas cosas más para convertirse en la elección del tipo que a uno le gusta. Si él se aleja o simplemente no está interesado, surgen una enorme cantidad de cuestionamientos, inseguridades y demonios que atacan sin compasión y que lo terminan arrastrando a uno en un vórtice oscuro y complicado del que es difícil escapar. El efecto secundario curioso de todo este asunto, es que uno comienza a cambiar los parámetros y esa misma presión distorsiona la realidad a tal punto que a uno ya no le interesa llamar la atención del que le gusta, sino del que sea, no importa si convence o no, si se siente química o no, mejor dicho no importa nada. El problema adicional es que si ese fulano que de todas maneras a uno no lo convence mucho también termina por alejarse, al ego le duele aún más y se convierte todo en un círculo vicioso.

Tengo la impresión de haber permanecido en ese vórtice oscuro por un buen tiempo, aún cuando trataba de convencerme a mi misma de lo contrario. Creo que he vivido tratando de demostrar desesperadamente las cualidades que veo en mí y de hacerlas visibles de alguna manera para llamar la atención, que busqué aprobación constante de los hombres independientemente de si me gustaban o no, sólo por convencerme a mí misma de ser suficiente, de colmar las expectativas. El problema es que cuando se busca esa aprobación en otros y se encuentra el rechazo es fácil caer en la autoflagelación y en la búsqueda de eso que está tan mal en uno para ser rechazado por todos.

Sin embargo, justo después de esa tormenta de sentimientos encontrados y de tantas culpas y recriminaciones hacia mí misma, de alguna manera encontré una verdad importante y es que a mí me gusta como soy. Me di cuenta que no necesito “ser elegida” (muy al estilo siglo XV, con ese papel de damisela en peligro que tanto odio) y que si un hombre me interesa pero yo no le intereso a él, las cosas no cambian, no dejo de ser quién soy y no necesariamente significa que me falten mil cosas para merecer atención (tampoco lo hacen a él una rata, eso es importante). Me di cuenta que a veces las personas simplemente quieren irse y eso está bien y la vida sigue, así como me lo ha demostrado tantas veces el transcurso del tiempo en situaciones mil veces más graves. Me di cuenta que no hay razón para dejar de escucharme a mí misma cuando sé que algo no funciona y que forzar las situaciones en aras de escuchar halagos o conseguir aprobaciones transitorias resulta vacío y falso y que yo también tengo la plena libertad para decidir alejarme simplemente porque no estoy suficientemente interesada. Concluí también que no quiero vivir en la vitrina tratando de demostrar cualidades sino que quiero andar por el mundo sin rumbo, disfrutando de las cosas que me hacen feliz incluyendo esos ojos que me sacan una sonrisa, con sólo verlos, sin importar nada ¿Por qué no?

jueves, 31 de julio de 2014

Coquetería Libreteada

No sé bien si mi paciencia llegó al límite o si terminé en algún extremo de esos que en teoría no me gustan pero a los que me asomo de vez en cuando. En todo caso, sí estoy bastante aburrida de cruzarme tipos que viven repitiendo adulaciones como en un libreto barato, tratando de venderme un cuento como si las neuronas no me alcanzaran para entender el único propósito de tanta melosería y exaltación de cualidades. En serio, no es necesario. El mundo sería un lugar mejor si la gente simplemente fuera clara en vez de andar por ahí, subestimando el poder de las palabras y tratando de convencer de cosas que realmente no piensan o no creen.

David me decía alguna vez que yo no podía pedir que un tipo apareciera en mi vida diciendo de frente qué busca, porque la coquetería era chévere y además necesaria. Sigo en desacuerdo. Sigo sin entender. De pronto nací en el lado equivocado del mundo o de pronto es por eso que me saca de quicio la forma en que funciona la sociedad, llena de mentiras cómodas porque la gente no es capaz de decir la verdad y enfrentar las cosas y porque además, tampoco están preparados para aceptar la verdad. Creo que estoy tan aburrida de escuchar exactamente las mismas palabras, en el mismo imperturbable orden que no le encuentro ni la gracia, ni la necesidad a que cualquier aparecido me diga sin conocerme que le parezco bonita o inteligente. A riesgo de sonar un tanto prepotente…trabajo manipulando genéticamente células madre, ¡claro que soy inteligente! ¿Qué carajos les pasa?

Así como crece mi capacidad de asombro con las células madre - a pasos agigantados - disminuye mi capacidad de asombro con ese ritual extraño del coqueteo. No me explico aún cómo les gustan tanto a muchas mujeres las palabras vacías, cuidadosamente planeadas, bien pensadas para agradar, la medida justa a lo que quieren escuchar. Claro, al ego siempre le gusta recibir elogios, pero esto es menos que eso, es justamente un libreto simplón, una caricatura barata. Esos incesantes “¿y cómo es posible que no tengas novio?”, “pero a mí sí me gustas como eres”, “contigo no hay más que pedirle a la vida”… ¿es en serio? ¿No hay nada mejor? ¿No hay una variante más interesante, una idea diferente, una cita de algún libro, al menos?

Puede ser que David tenga razón y que la que esté mal soy yo. Puede que por eso precisamente las mujeres como yo no somos particularmente atractivas. Puede ser también que definitivamente me gano las mismas loterías siempre, con los mismos fulanos ridículos y falsos. Independientemente de eso, lo que sí es cierto es que estoy aburrida de escuchar lo mismo, una y otra vez y lo cierto también es que cada vez creo menos y me decepciono más.


sábado, 28 de junio de 2014

Colombia

Por primera vez en toda la historia, Colombia avanza a los cuartos de final de un mundial de fútbol. Estoy emocionada, emocionadísima. Y eso que soy una de esas personas a las que el fútbol suele tenerla sin cuidado, que veía partidos ocasionales por pasar tiempo con mi papá o guiada por la emoción de un grupo universitario. El mundial es otro cuento, claro. Y es que Colombia en el mundial es un cuento aún mejor. Algo que no le creí a muchos que me insistieron en ello y a quienes hoy les doy la razón, tragándome mi indiferencia.

Sin embargo, aparecen los odios, los desprecios, las indirectas con respecto a un sinnúmero de cosas. Basta con leer en Twitter un momento para encontrar personas que reducen mérito al fútbol, que creen tener superioridad intelectual porque no les gusta y que condenan a los fanáticos. También están los fanáticos acérrimos, que condenan a personas como yo, diciendo que no tenemos sentido de patria, ni pertenencia ni aprecio por la tierra. Ambos extremos están equivocados. No creo que diferir en gustos por algo implique necesariamente superioridad moral o intelectual de parte de nadie. Creo que simplemente nuestra nación no sabe unirse y no es con ánimo de ofender, sino que llevamos tanto tiempo divididos que no conocemos un camino diferente.

Creo que nos falta también cabeza fría. Nos falta tener presente siempre que trabajando duro y con constancia las cosas se obtienen, tal vez hemos visto tantas tragedias, tantas lágrimas y panoramas tan oscuros que no sólo nos acostumbramos a ellos sino que también nos acostumbramos a no luchar. Vivimos en una continua dicotomía entre amar esta tierra y odiarla y hemos hecho de la crítica constante y destructiva el pilar de nuestra sociedad, lo cual impide ver al frente, impide concentrarse en un objetivo claro y nos lleva todo el tiempo por las ramas, hasta descender.

Lo que hizo hoy la selección Colombia fue grande y no sólo porque clasificó como nunca antes sino porque fue un trabajo limpio, en equipo, sin rencores ni luchas internas, sin que alguien pretenda brillar más que los demás, sin que uno pretenda destruir a otro, simplemente dando lo mejor hasta el final, no importa qué tan bien o mal estuvieran las cosas. Lo que lograron los deportistas que participaron y ganaron en los juegos olímpicos, la medalla de oro de Mariana Pajón, la victoria de Nairo Quintana en el Giro de Italia, los campeones de patinaje, los numerosos profesionales que se encuentran trabajando en varias partes del mundo demuestra que somos capaces, que basta con la disciplina, la entereza y la serenidad para aprender a dimensionar quiénes somos, de qué estamos hechos y qué tan lejos podemos llegar si trabajamos duro. No se trata de andar por ahí pregonando que uno es bueno o que es el mejor. Se trata de perseguir objetivos claros, de respetar no sólo a los compañeros sino también a los rivales, de luchar y no entrar ganando ni perdiendo sino dispuesto a darlo todo y a seguir hasta el final.

Estoy tan inspirada que los dejo y me dispongo a seguir escribiendo la tesis. Gracias infinitas a la Selección Colombia.



lunes, 19 de mayo de 2014

Miedo

Me estoy cansando cada vez más de ser presa del miedo. Miedo a fracasar, a quedar mal, a no caer bien,  a no ser aceptada, miedo a ser yo. Técnicamente era algo más que superado, pero me he dado cuenta que no, que sigo en ese camino evolutivo en que se encuentran los roedores, con metabolismo acelerado porque entre correr y pelear, prefiero correr.

Es increíble cómo sale a flote incluso en actividades que no tienen por qué atemorizarme. Porque bueno, si uno está defendiendo una tesis de doctorado frente a tres depredadores que tiran a matar, es normal tener miedo. Pero me asusto en las situaciones más inofensivas, vivo asustada por todo. Llevo un buen rato tratando de aceptarme como soy pero eso sí que lo detesto. Lo odio. Lo detesto porque me detiene, me frena, porque no me permite disfrutar las cosas o simplemente hacerlas porque quiero, porque me da la gana.

Entonces, hay una parte de mí que es aparentemente más osada - y digo aparentemente porque logró engañarme incluso a mí - pero vive callada la mayor parte del tiempo a causa de otra que está aterrorizada por cuanta piedra se cruza en el camino. El más mínimo asomo de crítica, la más inofensiva observación incluso la más diminuta sospecha me hace querer salir corriendo y huir despavorida porque no tengo el coraje y la entereza de enfrentar las cosas.

Hay días que me siento así, fastidiada de ser como soy.


jueves, 15 de mayo de 2014

Alma tribalera

Comencé a bailar danza árabe en el 2010, en un momento en que no contaba ni con tiempo ni con dinero. Sin embargo, de alguna manera me las ingenié para ir a clase dos veces a la semana justo a la hora del almuerzo y luego, cuando toda la situación estuvo más tranquila, comencé clases directamente en la academia. Mi maestra es bióloga también, por lo cual hablamos un idioma similar en muchas cosas y he aprendido una gran cantidad de cosas con ella, seguro muchas de las cuales ni siquiera es consciente.

Como todo en la vida, el aprendizaje de este tipo de danza comienza con la técnica. Se aprende la postura correcta, se tratan de quitar los malos hábitos, se practican incesantemente los movimientos hasta interiorizarlos y se incrementa la dificultad conforme pasa el tiempo. Se pueden incluir elementos como velos, abanicos de seda, alas de Isis, se puede bailar con músicos en vivo y se pueden aprender técnicas para improvisar. Sin embargo, también como ocurre con todo en la vida, llega el momento en que hay que buscar una identidad, un estilo propio. Es curioso, técnicamente, debería estar en uno, arraigado en lo más profundo de la personalidad, pero mientras uno aprende todas esas técnicas y mientras se familiariza con toda la energía propia de la danza, esa parte de la personalidad escasamente se asoma, al menos en mi caso. Supongo que habrá quienes brillan desde un principio, quienes tienen movimientos y estilos particulares cuando nadie les ha enseñado, incluso cuando no tienen demasiada práctica. Pero yo me he acercado con timidez al asunto, básicamente porque me cuesta expresarme y mucho más en cualquier tipo de expresión artística, supongo que por miedo al fracaso o a la crítica. Cosas que uno no puede evitar.

Sin embargo, creo que llegó el momento en el que no sólo debo sino que necesito aceptar una verdad irremediable que ha saltado a la vista desde hace un tiempo y que me había negado. El enfoque de la academia donde aprendí a bailar es la danza clásica egipcia, desde una perspectiva absolutamente purista. Y resulta que el purismo y yo no nos  la llevamos demasiado bien y que busco constantemente las fusiones y las mezclas – las bien hechas, eso sí – porque me parecen bastante interesantes. El tribal, por ejemplo, que es un estilo creado en Estados Unidos con base en la danza del vientre, tiene una serie de códigos, movimientos y fusiones con las que me identifico profundamente y que ciertamente siento mucho más propias que la danza clásica egipcia. He pasado todo este tiempo forzándome a buscar y encontrar en la clásica el camino, pero creo que definitivamente es el erróneo. No significa que no me guste o que no lo volveré a bailar, lo haré en tanto sea posible, pero ya es tiempo de dejar salir esta alma tribalera.


domingo, 23 de marzo de 2014

1482 no dista tanto del 2014

Hace varios años ya, decidí que había una serie de clásicos de la literatura que tengo que leer antes de morirme, porque si hay algo que me cautiva enormemente es la capacidad de la imaginación humana para describir universos, personajes y contextos o para valerse de las realidades que viven para crear y contar historias. Hice una lista que incluía un libro de Victor Hugo, “Los Miserables”, pero luego por casualidades del destino llegó a mis manos “Nuestra Señora de París” y he estado leyéndolo maravillada, (en mucho más tiempo del que esperaba, debo decir) no solo por la narrativa de Víctor Hugo sino también por la complejidad y pasión con que creó a estos personajes. Seguro muchos han visto “El Jorobado de Notre Dame”, la versión de esta historia que adaptó Disney y hay una gran cantidad de cosas que destacar de la película, que logra rescatar en gran medida lo que entiendo intenta comunicar el autor pero adaptada para niños, claro está. Cuando vi la película por supuesto era una niña y me llamó la atención que la historia no incluía una princesa típica, con un príncipe que la rescata sino una serie de personajes bien diferentes de lo que hacía Disney. Encontrarme con este libro reafirma mi curiosidad infantil y leerlo, despeja una gran cantidad de dudas. Hay muchísima tela por cortar, pero lo que más llama mi atención es una situación entre hombres y mujeres que me parece similar.

Esmeralda es en efecto una gitana lindísima, una de esas mujeres que tienen infinita gracia incluso para el simple hecho de caminar pero es cautivadora porque parece que no fuera consciente de eso. Es más, es de esas mujeres inteligentes, bonitas y tan amables que resulta imposible odiarlas a pesar de ese “chip” de envidia femenina que para nadie es un secreto. Esmeralda baila en las calles para ganar monedas, por lo cual también es una mujer de armas tomar, anda con una daga escondida y con una cabra y vive como el tesoro más preciado de la comunidad de gitanos que habitan en “La Corte de los Milagros” del París de 1492. Hay cuatro hombres que pretenden a Esmeralda, cada uno con un contexto diferente y con intenciones diferentes. Primero está Quasimodo, el jorobado, que no ha conocido más que el desprecio de una ciudad que le teme y el frío cariño de un arcediano que lo crió y le asignó el oficio de campanero. Quasimodo no espera nada, no pide nada, simplemente la contempla y suspira por ella siendo consciente de la baja probabilidad de lograr algo pero eso sí, dispuesto a dar la vida por ella si es necesario. En segundo lugar está Frollo, probablemente mi personaje favorito por esa lucha interna que lo domina al darse cuenta de lo que siente por una gitana siendo él un hombre religioso que se ha distanciado voluntariamente de las relaciones humanas. Es un personaje bastante complejo, no bastaría un post completo para describirlo pero en resumidas cuentas, quiere a Esmeralda de una manera dominante, celosa y posesiva, cosa que ciertamente no es nada sana. En tercer lugar está Grignoire, un tipo inteligente, amable y compasivo, cuya vida salvó Esmeralda en la corte de los milagros y que ha permanecido a su lado, la ha acompañado y ha estado con ella desde entonces. Ella es la luz de los días de este poeta y filósofo ignorado por una sociedad en la que a pesar de ser un intelectual, no tiene mayor trascendencia. El último es Febo, el “ilustre capitán” que no pasa de ser un patán que se ríe de tener una gitana que se muere por él y que utiliza palabrería barata para convencerla de sentir cosas por ella que no son ciertas. Como era de esperarse, Esmeralda está profundamente enamorada de Febo (y vaya uno a saber por qué, si al fin y al cabo es al que menos ha visto en toda la novela), no sabe nada de Quasimodo, detesta a Frollo (esa es otra historia larga y compleja) y a Grignoire lo condenó irremediablemente al papel de mejor amigo.

Me quedé pensando que la historia no dista mucho de lo que se ve a diario (y en esto me incluyo). Nos vivimos quejando de cómo nos tratan los hombres en quienes nos fijamos a pesar de ser nosotras quienes hemos elegido como indicado el prototipo de “hombre malo”, con un ego sobredimensionado y que hemos aceptado de una u otra forma ese papel de vivir agradecidas porque se fijaron en nosotras. No sé si a todas les habrá pasado, pero a mí sí. Es absurdo. He estado luchando por incluir en mi vida el hábito de ser consecuente. Si uno sigue persiguiendo Febos y dejando a los demás de mejores amigos, hay que al menos tener consciencia al respecto. No es que esta sea una taxonomía apropiada para incluir a todos los hombres, pero sí es un patrón de comportamiento que tenemos las mujeres y que al parecer ha sido el mismo desde 1492.

martes, 11 de marzo de 2014

No más apatía

Toda la vida desde que tengo memoria he adorado algo por encima de cualquier cosa en el mundo: aprender. Aprender todo tipo de cosas es divertidísimo y resulta que -como todos- hay cosas para las que soy muy buena y cosas que se me dificultan bastante. Sin embargo, acompañando eso que considero una virtud, está un enorme defecto que tengo y es la baja tolerancia al fracaso. Cuando no logro aprender y ser hábil en alguna actividad con cierta facilidad, me desanimo y abandono la causa. Me pasó con las matemáticas, la física y los deportes. Sin embargo, hay un campo del conocimiento que nunca me llamó la atención en lo más mínimo: la ciencia política. Desde que estaba en el colegio se esfumó de entrada el interés por democracia, ciencia política e incluso historia. Esa apatía se volvió prácticamente una de mis características más marcadas, porque aún bajo el fuerte argumento de la necesidad de conocer, entender y analizar una realidad nacional tan compleja como la que ha enfrentado este país desde siempre, mi interés parecía incluso disminuir aún más con los años.

Entré a estudiar a la Nacional y logré mantener exactamente la misma apatía en una facultad que solo se interesa por la ciencia básica, que no utiliza los paros y bloqueos como forma de protesta porque la base de su conocimiento y experimentos son seres vivos, que no arriesga tiempo de estudio por armar debates y cuya participación es nula básicamente por falta de información. Terminé el pregrado en los cinco años exactos, porque aún cuando estudiantes de la universidad detenían por completo las actividades académicas, nosotros nos las ingeniábamos para seguir estudiando y no atrasar tanto el semestre. Mucha gente dice que uno puede tardarse más de una década en graduarse por los paros en la Nacional. A todos esos les demostramos que no siempre era así.


Sin embargo, en primer semestre apareció un estudiante de Ocaña, Norte de Santander, una persona brillante, uno de los hombres más inteligentes que he conocido, si no el más inteligente. Iván tiene una enorme habilidad en las ciencias exactas y una capacidad de análisis y conexión de conocimientos increíble, pero además de todo eso, lo acompaña una constante crítica a la estructura política y social que distando de ser agresiva y aburridora, termina por empapar a una persona tan apática como yo. Por supuesto, la realidad que ve una persona que nació y creció en Ocaña es bastante diferente de lo que rodea a un bogotano cualquiera. Las problemáticas que para mí parecían tan lejanas e impersonales eran panoramas que él había vivido y sufrido y ahí radicaba la pasión de sus críticas. Iván tiene un interés enorme por mantenerse informado todo el tiempo y por seguirle la pista a quienes nos dirigen y la vida le presenta justo a una persona como yo, que todo el tiempo está creando universos alternos para vivir un rato, bien sea por gusto, por vicio o porque la realidad es una cosa difícil de enfrentar. Han pasado unos siete años desde que conocí a Iván y han pasado cuatro años desde que inicié en el mundo de una danza oriental cuya filosofía es tener los pies en la tierra y poco a poco, junto con otros factores han logrado influir en mi apatía. Ayer me quedé viendo una conferencia que dio Jaime Garzón en 1997 en una universidad en Cali y concluí que esta apatía ya no puede ser. He estado demasiado tiempo aislada de la realidad - cosa que me encanta y que seguiré haciendo con certeza - pero se ha convertido en algo necesario estar acá, ver las cosas, analizarlas, criticarlas pero especialmente, no quedarse en la crítica y el señalamiento sino utilizar los recursos que tengo disponibles para hacer algo, con personas que se interesan también. Tengo la fortuna de contar con unos cuantos individuos que opinan lo mismo, lo cual impulsa a utilizar ese amor a aprender que pregono, en otros campos, a interesarse por el problema, a ponerle atención. Escribir en el estado de Facebook o en un tuit que “este pueblo ignorante, tal por cual, se merece la realidad que tiene” no lo convierte a uno más que en un cómplice adicional, un individuo sentado en esos tronos de oro que tanto odio señalando a los otros y criticando sin proponer, cómodamente sentado desde el otro lado de una pantalla que tiene más basura que información veraz. Si se cree tan intelectual y superior, infórmese, proponga, hable, convenza pero no con violencia sino con realidades, no juzgando sino argumentando. Es bastante sencillo sentarse a condenar a otros pero buscar soluciones y hacer uso de lo que solo otorga el conocimiento implica justamente ese interés que no tenemos. No más, esta apatía se tiene que acabar.

domingo, 23 de febrero de 2014

Libertades individuales

El álgido tema de la liberación femenina no podría tener más matices porque no hay cómo. Ante los argumentos de tener los mismos derechos de los hombres, aparecen los defensores nostálgicos y acérrimos de otras épocas, en que las mujeres aparentemente eran mejores, más damas, más sensibles. Unos defienden la liberación, otros la crucifican, unos defienden a las mujeres, otros las victimizan y siempre, sin importar qué se defiende, tanto mujeres como hombres terminan acusándonos a las mujeres de putas. Así, sin más ni más. Tal cual sucedía antes aunque por diferentes razones, sucede ahora.

No voy a entrar en discusión sobre el asunto del machismo o el feminismo, porque ya mucho se ha hablado y bastante información distorsionada hay. La razón es simple: siempre que una idea tiene fuerza en la sociedad, se presta para diferentes interpretaciones, cada uno la defiende o la condena de acuerdo con lo que piensa o incluso con lo que más se ajusta a su vida. Cada ser humano es un universo complejo fruto no sólo de lo que por naturaleza es, sino también de la crianza, el desarrollo social y las vivencias que ha tenido. Cada uno además cambia conforme pasa el tiempo y pretender determinar una verdad absoluta que se ajuste a la vida de todos es completamente absurdo.

He notado la aparición de una corriente bien curiosa, de personas que condenan la actitud de andar por la vida sin enamorarse por cualquier cosa y de tomar el sexo como una actividad independiente del amor porque definitivamente no es cuestión de mujeres. Al parecer para estas personas, un cromosoma X nos ha determinado automáticamente como las dueñas y señoras del sentimentalismo y cualquiera que decida adoptar una posición diferente es una pobre mujer vacía que pretende ser como los hombres y que se ha vendido a la defensa del propio machismo bajo una máscara de liberación. Supongo que sucede, hay mujeres que seguramente son así. Sin embargo, no son todas. Tampoco puede afirmarse que aquellas que pretenden ser damiselas en peligro custodiadas por un dragón son las que están bien.


Aprendí que uno no debe juzgar a las personas a la ligera, ni seguir prejuicios y mucho menos sentarse en una silla de superioridad moral para condenar a diestra y siniestra. Eso quiere decir - aunque es bastante difícil llevarlo al plano real - que acepto pero no comparto la actitud de muchas de las mujeres que me rodean y que he decidido respetar sus decisiones. Muchas de ellas respetan las mías, otras las condenan, a veces de frente y a veces en silencio. Ahora, de vez en cuando aparece una que otra de éstas defensoras del vínculo emocional a sentarse en un trono de oro y lanzar improperios contra las demás, diciendo que le parece increíble que las mujeres denominadas “liberadas” acepten el sexo sin compromiso y que siempre salgan corriendo. Claman que prefieren “las mentiras de los hombres al oído” y no esa actitud de “touch and go”. Sí que entendieron mal el mensaje. Pero no me refiero al mensaje de la liberación femenina, sino al de respetar las libertades individuales. Estas personas que todo tienen que encasillarlo, que todo lo clasifican como blanco o negro y que ignoran la riqueza de la mente de cada ser humano por juzgar sin conocer, esas son las que realmente me molestan. Cierto es que me tiene sin cuidado lo que las personas consideren con respecto a mí y a mi forma de pensar. Sin embargo, a veces quisiera que esos que tienen como pasatiempo pregonar sus decisiones como las correctas, se fueran a otro planeta y nos dejaran vivir a los demás como nos plazca.

miércoles, 22 de enero de 2014

Ahórrense el "Deber ser"

Siempre pensé que el asunto de tener un montón de gente alrededor preguntando insistentemente si uno tiene novio, arrejunte, tinieblo, acompañante, amigo chévere o lo que sea no era más que una leyenda urbana o una maldición de pocos pertenecientes a círculos costumbristas dignos de un libro de Fernán Caballero (bueno, en realidad era una mujer llamada Cecilia Böhl de Faber y Larrea, pero la idea es esa). Sin embargo, desde hace alrededor de un año, algo le pasó a una buena proporción de las personas que me rodean que parecen bastante preocupadas porque teniendo 25 años y una enorme cantidad de trabajo a causa de una tesis de maestría, no tengo novio y para que se preocupen aún más: ni siquiera hay pretendientes. Los que no preguntan, trasladan la situación a ellos mismos, como mis compañeros de grupo apenas un par de años mayores que yo, que están increíblemente preocupados por conseguir esposo(a), tener hijos y formar familia teniendo un trabajo estable. Debe ser que yo tengo un delirio de adolescente terrible, porque ciertamente mis preocupaciones distan bastante de ser esas.

La pregunta obligada al ver que uno no tiene novio es el clásico “¿y por qué?”. ¿Por qué? Pues no sé, ¿qué espera la gente que le responda uno? La pregunta que sigue es: “¿y el novio que tenías antes?”, a lo que se responde un cortante: terminamos. Continúan en preguntas incisivas del por qué, del qué pasará, qué estará fallando. Ahora, hay una proporción que comienza a decirle a uno qué se debe o no se debe hacer para atraer a un hombre, como si fuera la receta para preparar algo. Los clásicos son que uno debe ponerlos a sufrir, o hacerse la difícil, o tener actitudes y aptitudes dignas de una dama, o que no puedes ser el “desparche” de un tipo y toda una cantidad de sandeces que me hacen sentir en la edad media o algo así. Si por alguna razón aparece alguien en el mapa y comienzas a salir con él, hay todo un código de comportamiento que algunas personas tratan de enseñarte, con lo que debes o no debes hacer, con qué tanto debes o no debes ceder y hasta dónde debes llegar para mantenerlo interesado. ¿Es en serio? Si el tipo no continúa interesado, el asunto es muy sencillo: uno no le gusta lo suficiente. Si está interesado, eso se nota, aún cuando uno sea el ser más despistado del planeta, como es mi caso.

Estoy cansada. Estoy aburrida de escuchar la retahíla sobre lo que debo ser o lo que puede estar sucediendo para explicar que no atraigo hombres o que no tengo novio. “Es que como tú das esa imagen de ser autosuficiente, es por eso que no se te acercan”. No pues si es así, grave, porque así soy yo y qué hacemos. Estoy más aburrida aún de que pregunten qué tipo de hombre busco exactamente porque si algo me ha enseñado la vida es que la gente no viene por moldes y que uno no va a una tienda a comprarlo azul o verde o alto o bajito y que es absolutamente imposible - al menos para mí - determinar todo un arquetipo de lo que “busco”. Es más, para que quede bien claro, aquí nadie está buscando nada. No se confundan.

No voy a negar que algunas de estas personas tengan intenciones loables y amistosas. El problema es que tanto encasillamiento, tanto prejuicio, tanta arandela termina por torturarle a uno la existencia y haciéndole creer que uno es el problema siempre, cuando en realidad el asunto es de dos y se resume a una sola cosa: hay empatía o no la hay. Es así de simple. O ese es al menos, el principio al que decidí acogerme.


viernes, 17 de enero de 2014

Reconciliando demonios

No sé si es una tendencia que tenemos todos, pero por alguna razón cuando las cosas no salen como yo espero me implanto una idea parásita en la cabeza que crece hasta alcanzar enormes dimensiones y termina haciéndome daño y persiguiéndome durante un buen tiempo. He tratado incansablemente de abandonar ese hábito y he aprendido a manejarlo medianamente, lo cual por consecuencia ha mejorado mi calidad de vida. Sin embargo, hay un demonio que me ha perseguido por una década entera, del que creí haberme liberado pero que desde hace un par de años volvió para quedarse.

Nunca he sido una mujer que llame particularmente la atención de los hombres. Cuando tenía unos 13 años fui por primera vez a una fiesta del colegio y en toda la noche nadie me sacó a bailar. A todas mis amigas sí, por supuesto. Y bueno, siendo una adolescente, era de esperarse que el asunto me torturara más de lo necesario, hasta que después decidí que yo iba a pasarla bien y que no me iba a amargar por eso. El tiempo pasó y al día de hoy, puedo salir a un bar y pararme a bailar sola sin pena porque al fin y al cabo, bailar es algo que disfruto enormemente. Se acabó el colegio, la universidad, comenzó el trabajo, comenzó la maestría y después de terminar una relación bastante larga (de la que son testigos quienes han leído este blog) estoy tranquila y feliz de ser quién soy. Probablemente más que nunca.

Pero entonces, aparece la idea parásita otra vez. La mayoría de las mujeres que me rodean salen frecuentemente con tipos y si no funciona, en cuestión de un par de semanas, ya tienen otra invitación. Es cierto que yo me la paso trabajando en el laboratorio, pero ellas también. Es decir ¿es en serio? ¿de dónde carajo los sacan? Ronda por mi cabeza alguna neurona bien aburridora, que comienza a preguntarse qué está tan mal en mí como para que todos los tipos salgan corriendo o ni siquiera intenten acercarse. Luego aparece la idea parásita en sí, que es básicamente una pregunta: pero es que ¿quién querría estar conmigo?.

Como ya dije, el problema no son las ideas parásitas en sí. El problema son las dimensiones que alcanzan y el daño que pueden hacerle a uno. Puede que yo no logre erradicar del todo la costumbre de atacarme porque es el camino que he recorrido siempre, pero definitivamente no tiene sentido hacerme daño sola. Suficiente tiene uno con algunas personas que se le cruzan por la vida como para acabar de rematar.

Decidí que lo voy a enfrentar. No, es más, me voy a reconciliar con este demonio que me persigue. Es cierto, cuando salimos a bailar con Andrea por ejemplo, difícilmente se nos acerca un tipo (a menos que esté a punto de desmayarse de la cantidad de alcohol) pero ¿y qué? ¿es acaso eso relevante? Y sí, es cierto, no es muy frecuente que me inviten a salir y siempre que vamos a "adelantar cuaderno" y preguntan por novios, cuadres, cuentos o lo que sea, no es que yo tenga mucho que contar. Pero ¿y qué? ¿cuál es el problema con eso? 

Decidí entonces que voy a seguir caminando por la vida aprovechando cada momento del que puedo extraer algo para aprender o para alegrarme. Y sonreír, eso también. Simplemente eso.

martes, 7 de enero de 2014

Libros

Cuando se aproxima el fin de año poco me interesan las celebraciones, las novenas y los regalos. Lo que sí se me convirtió prácticamente en un ritual es desocupar medio apartamento y sacar todas las cosas que ya no quiero, no uso o de las que no me acordaba, éstas últimas porque si no las recuerdo, evidentemente ni me importan ni las necesito. Cuando se acerca la época de vacaciones me voy desesperando por ver muchas cosas y entonces, escojo un día para ponerme a la tarea de desocupar, limpiar bien, clasificar y organizar lo que se queda. Creo que hace un buen tiempo no sacaba tantas cosas como el fin de año que acaba de pasar y creo que es porque fui capaz - al fin - de cerrar un montón de ciclos de los que tal vez no quería desprenderme del todo. Es curioso todo el significado que puede adquirir un objeto que represente o recuerde un momento en particular de la vida o a una persona que significó mucho, aunque tal vez ya no esté.


Saqué sin miedo ni arrepentimiento una cantidad de ropa que tenía guardada (y es que a quién engaño, no la uso) pero que ya no va conmigo, papeles, fotocopias de la universidad, artículos que me había prometido leer y jamás lo hice, exámenes, cartas de personas con las que ya no hablo ni me importan, agendas viejas, papeles, collares, cajas, de todo. Luego, llegué a los libros. Los dejé para el final porque difícilmente saco libros, algunos porque me sirven para enseñar, otros porque me sirven para la tesis y muchos por puro y físico amor. Muchas personas me preguntan por qué razón sigo engrosando la biblioteca física, siendo tan sencillo y sobretodo económico adquirir libros en pdf para leerlos en una tablet. Lo cierto es que no sé. Cuando hablamos de artículos científicos o libros de texto, detesto leer en el computador por dos razones: siento que los ojos se desgastan terriblemente y no puedo señalar, marcar o escribir. Ante eso, están los argumentos válidos que muchos me han señalado: para el primero que en una tablet “se siente como si estuvieras leyendo un libro normal” y no se cansan los ojos y para el segundo que cada programa que se han inventado para ver estos archivos resaltan, editan, comentan, subrayan, usan claves de color, mejor dicho no falta sino que el aparato le pase a uno un café mientras va leyendo. Tienen razón, técnicamente no es necesario que yo gaste dinero en libros físicos, sus argumentos son mejores que los míos. Lo cierto es que lo hago porque cada libro de esos es como un tesoro para mí, no puedo explicarlo mejor que eso. Me gusta tenerlos disponibles para llevarlos a todas partes, me gusta organizarlos, limpiarlos, recordar las historias que cuentan y volver a ellas cada vez que me plazca. Me cuesta un trabajo increíble prestarlos, al punto de preferir regalar un libro y dejar los míos intactos. De nuevo, no es diferente de lo que podría hacer con una biblioteca digital, pero no conserva la misma magia. Tal vez nací en la época equivocada.

Defender lo indefendible

Por políticas internas casi siempre he preferido abstenerme de escribir sobre temas polémicos en este blog, básicamente porque nació como un...