miércoles, 12 de noviembre de 2014

Rencor

La escena es esta: ahí estoy yo, sentada en un cuarto de cultivo, usando los virus que hice previamente para jugar con los genes de unas células mientras me pregunto con tristeza qué es lo que me hace falta para gustarle al tipo que me mueve el piso como hace mucho tiempo no pasaba. ¿Curioso, no? Es decir, no estoy sufriendo por la inminencia de la tesis, ni por los informes, ni por los experimentos, ni por mis jefes, básicamente porque tengo una plena confianza en mí misma, porque conozco perfectamente mis capacidades y los riesgos que puedo y estoy dispuesta a correr, pero no logro sobrellevar la situación más simple del universo. Me gusta mucho un tipo, al tipo le gustó una amiga mía y no hace más que preguntar por ella (preguntarme a mí por ella, básicamente) y esa debe ser la situación más común de la vida y no es ni la primera ni la última vez que me pasa lo mismo, pero ahí estoy, llevando a cabo una labor millones de veces más compleja pero entrando en una tormenta emocional por semejante estupidez. Eso desencadena una lucha constante entre dos partes que cohabitan en mi cabeza: una muy racional que está segura de lo absurdo del sufrimiento y una increíblemente idealista que conserva la ilusión a pesar de todo y que se construye una gran cantidad de expectativas a pesar de que evidentemente no hay esperanzas ahí. Comienza entonces la autoflagelación, la zozobra y las preguntas porque básicamente no sé qué hacer, los sentimientos me atacan y yo no sé bien qué hacer con ellos y aunque mi especialidad es ignorarlos o desaparecerlos, el método es cada vez menos eficiente.

Literalmente no sé qué hacer. Me duele el ego, lo acepto, digamos que el constante “rechazo” ya está haciendo mella y solo refuerza la coraza que tengo armada, bajo la cual estoy protegida sí o sí de esos estorbosos sentimientos que me entorpecen el camino. Sin embargo, me he dado cuenta que sin importar cuánto mi lado racional tome las buenas decisiones y sea consciente de lo lógico, siempre surge algo que sin ningún argumento acaba con todo, como en el caso de este tipo que me gusta y que jamás en la vida me va a poner atención. Lo cierto es que vivo callando ese lado vulnerable porque lo odio, porque me hace sentirme débil y porque quisiera desaparecerlo para siempre. Por eso me culpo cada vez que surge de nuevo, porque lo consideraba un asunto superado, una faceta enterrada y aparece así, sin más ni más, en medio de un experimento de transducción lentiviral (es que lo sigo pensando e insisto en que no tiene sentido). Con ese lado vulnerable, aparecen además todas las inseguridades emocionales y esa idea arraigada bajo la cual tengo la necesidad de demostrar quién sabe qué cosa para que me quieran. Absurdo eso también, mi lado racional lo sabe bien. No mienten cuando dicen que la vida es un constante aprendizaje, porque heme aquí sentada escribiendo esto, pensando que a pesar de todo el proceso de aceptación propia durante estos años, todavía me guardo rencor, todavía no me gusta como soy.

Defender lo indefendible

Por políticas internas casi siempre he preferido abstenerme de escribir sobre temas polémicos en este blog, básicamente porque nació como un...