lunes, 24 de septiembre de 2018

Los sicarios


A Mario le disparé yo, en un callejón oscuro, una noche cálida de abril. El aire sofocante, la ira y la desesperación apretaron el gatillo y lanzaron la bala que fue a dar directo en su frente a una velocidad imparable. No pretendo exonerarme de la culpa, porque sé que no es posible. Al fin y al cabo, sentí que no tenía ningún otro camino más que acabar con su vida, porque simplemente era él o yo.

Nunca entendí bien a Mario. Era un tipo entrenado para matar a sangre fría, pero tenía también un lado muy sentimental. Andaba con esa billetera vieja y desvencijada para todas partes en la moto, llena de foticos de esas que se ponen en las hojas de vida, las típicas que se toma la gente de frente en un fondo azul y en las que casi nadie sale bien. Recuerdo que tenía unas de los tres hermanos menores, esos que dejó hace varios años quién sabe en dónde con la mamá y la tía, que eran las protagonistas de otras dos fotos. Nunca hablaba mucho de la familia, pero uno podía adivinar que eran niños y mujeres abandonados, gente que sufrió prácticamente desde la cuna. La tía tenía pánico a los militares, porque había vivido muchos años en pueblos diferentes en esa época en que mataban a la gente igual que ahora, pero bajo pañuelos azules o rojos. La mamá era una mujer golpeada por los hombres y por los años, como tantas en este país y que se las arregló de alguna manera para alimentar varios hijos. Tenía también una foto del hermano mayor, ese que le mostró cómo ser sicario en esta ciudad grande y hostil, donde ganarse un peso es difícil, pero posible. Mario era adicto a las fechas. A cada foto que cargaba le ponía alguna fecha memorable en la parte de atrás, con un lápiz de punta gruesa. Nunca me dijo por qué hacía eso o qué había pasado con ellos en esos días. Yo siempre pensé que había sido el último día que los había visto, por esa mirada nostálgica que tenía cuando le preguntaba por las fotos. Nunca me dijo a ciencia cierta qué significaba, pero parecía ser muy importante para él.

Las otras fotos que cargaba eran de la novia y la hija. Martina, que tenía tres años era la luz de sus ojos y por quién luchaba todos los días, o al menos eso decía. Andrea – su novia – a veces tenía celos por todo el tiempo que yo pasaba con él, pero así era el trabajo. Nos mandaban juntos a perseguir a alguien, a asustarlo o a atacarlo. Antes de que yo llegara, Mario trabajaba con un tipo del que no sé mucho, salvo que lo desaparecieron por una vuelta en la que se equivocó. Habían sido muy cercanos y por eso había guardado una foto de él. Tenía un tatuaje de un dragón en el cuello, eso sí lo recuerdo.
Mario sabía bien que yo soy muy impulsiva. Cuando quise salirme de esto, le dije primero a él pensando que podría ayudarme a perderme y sobrevivir. Pero no fue así. Cambió para siempre conmigo y me amenazó con hablar si me atrevía a irme. Dijo que él mismo me perseguiría para entregarme por traidora y fue entonces cuando en medio de una discusión, le arrebaté la billetera con las fotos y se me abalanzó como una fiera para quitármela de las manos. La apretó fuerte y comenzó a alejarse cuando le apunté con el pulso fijo. Después de guardar silencio un momento, me gritó de nuevo y entonces, sin vacilar, disparé. Una de las fotos se desprendió de la billetera en el momento en que el cuerpo cayó al suelo. Era una foto mía.

martes, 11 de septiembre de 2018

La dama de la montaña que resplandece

Bogotá no es una ciudad. Bogotá es un sinnúmero de ciudades contiguas, unas más grandes y otras más pequeñas, cada una con iglesias, parques y droguerías. Todas estas ciudades tienen manzanas cuadradas y calles con cráteres que a veces desaparecen y a veces no, pero nadie sabe por qué. Hay un tren que las conecta, pero en él no viajan más que turistas tomando fotos sin ninguna prisa. Independientemente de cuál de estas micro-ciudades habitemos, todos nos quejamos de ella como un todo, porque es caótica o porque está llena de gente, porque llueve mucho o porque hace sol, cualquier razón basta.

El clima es el principal tema de conversación de los habitantes, porque es lo más inesperado del lugar. En una de las pequeñas ciudades puede brillar el sol de manera que justifique shorts y sandalias, mientras a unas pocas cuadras inicia un diluvio digno de relatos bíblicos. Mientras tanto, como consecuencia física en una tercera micro-ciudad los habitantes verán brevemente el arco iris mientras se preguntan qué chaqueta deberán llevar al salir.

Durante el día hay muchos sonidos en la ciudad. Saxofones, trombones, guitarras e incluso arpas con capachos aparecen en cualquier lugar, público o privado a cambio de apenas una moneda o de un fajo de billetes. Los instrumentos reúnen individuos contagiados por los ritmos que cantan rap o bailan salsa mientras toman una cerveza tan helada como las noches a 2.600 m de altura.

La noche es quizás una de las cosas más interesantes de Bogotá. Caminar buscando un bar por la carrera séptima mientras el frío invade las mejillas es tan emocionante como aterrador. Hay quienes caminan con afán de llegar a casa, otros que no tienen rumbo y hay también habitantes de la calle ocasionales que piden dinero a los transeúntes. En el centro retumba música para todos los gustos detrás de puertas viejas mientras en el norte hay mesas exteriores en varios locales, todos con la misma música.

Yo nací en Bogotá y sin embargo siento que casi no la conozco. A veces quisiera irme y jamás volver, alejarme para siempre de su aire contaminado con plomo, de la congestión y los raperos de los buses, pero hay algo en su atmósfera gris que me insiste en permanecer en la ciudad, aquella que ha sido llamada “dama de la montaña que resplandece”.

Defender lo indefendible

Por políticas internas casi siempre he preferido abstenerme de escribir sobre temas polémicos en este blog, básicamente porque nació como un...