Bogotá no es una
ciudad. Bogotá es un sinnúmero de ciudades contiguas, unas más grandes y otras
más pequeñas, cada una con iglesias, parques y droguerías. Todas estas ciudades
tienen manzanas cuadradas y calles con cráteres que a veces desaparecen y a
veces no, pero nadie sabe por qué. Hay un tren que las conecta, pero en él no
viajan más que turistas tomando fotos sin ninguna prisa. Independientemente de
cuál de estas micro-ciudades habitemos, todos nos quejamos de ella como un
todo, porque es caótica o porque está llena de gente, porque llueve mucho o
porque hace sol, cualquier razón basta.
El clima es el
principal tema de conversación de los habitantes, porque es lo más inesperado
del lugar. En una de las pequeñas ciudades puede brillar el sol de manera que
justifique shorts y sandalias, mientras a unas pocas cuadras inicia un diluvio
digno de relatos bíblicos. Mientras tanto, como consecuencia física en una
tercera micro-ciudad los habitantes verán brevemente el arco iris mientras se
preguntan qué chaqueta deberán llevar al salir.
Durante el día hay
muchos sonidos en la ciudad. Saxofones, trombones, guitarras e incluso arpas
con capachos aparecen en cualquier lugar, público o privado a cambio de apenas
una moneda o de un fajo de billetes. Los instrumentos reúnen individuos
contagiados por los ritmos que cantan rap o bailan salsa mientras toman una
cerveza tan helada como las noches a 2.600 m de altura.
La noche es quizás una
de las cosas más interesantes de Bogotá. Caminar buscando un bar por la carrera
séptima mientras el frío invade las mejillas es tan emocionante como aterrador.
Hay quienes caminan con afán de llegar a casa, otros que no tienen rumbo y hay
también habitantes de la calle ocasionales que piden dinero a los transeúntes.
En el centro retumba música para todos los gustos detrás de puertas viejas
mientras en el norte hay mesas exteriores en varios locales, todos con la misma
música.
Yo nací en Bogotá y
sin embargo siento que casi no la conozco. A veces quisiera irme y jamás
volver, alejarme para siempre de su aire contaminado con plomo, de la
congestión y los raperos de los buses, pero hay algo en su atmósfera gris que me
insiste en permanecer en la ciudad, aquella que ha sido llamada “dama de la
montaña que resplandece”.
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