jueves, 19 de abril de 2018

Un trozo de metal

Para seguir en la tónica de los retos sociales y personales, decidí entrar a un diplomado de escritura creativa - no voy a mentir - con una cierta vanidad de mis "habilidades" de escritura aunque conociendo bien mis dificultades para crear. Pues bien, cada día que pasa de mi vida encuentro más apropiada esa frase que Sócrates empleó ante los tribunales atenienses: "solo sé que nada sé". Y es que no alcanzo siquiera a considerar que sé de alguna cosa cuando la verdad aplastante de mi ignorancia me deja en medio de un mar de emociones difíciles de explicar.

La idea original era entrar a un curso de edición de textos. Y de pronto ese sería un campo más cómodo, en la medida en que se centraría en un ejercicio meramente académico - aunque no por eso menos importante - y yo estaría como pez en el agua. Al fin y al cabo, la academia pura y dura es lo mío. Pero resultó que me parecía más interesante el campo de la creación literaria y me decidí por ese camino para estrellarme de frente con la dinámica del arte en que uno simplemente debe sentir y dejarse llevar por eso que siente. Pues bueno, de pronto para los humanistas será más fácil o para otro tipo de personas, pero personalmente, la cosa es un reto enorme.

Van apenas dos clases y ya tengo una madeja enredada de sentimientos encontrados que no sé por dónde comenzar a organizar. Al principio pensé que tenía habilidad para escribir y que en ese orden de ideas todo iba a ir sobre ruedas, pero resultó que no, ante cada frase que llegué a pensar bien escrita, encontré al menos diez construcciones de mis compañeros no sólo mejor elaboradas sino mucho más sentidas. Y es que ahí está el problema. Sentir me cuesta muchísimo. Y es peor cuando debo escribir para una tarea, donde no sólo está el sentimiento sino también la técnica y la lucha constante con el ego por dejar de lado la necesidad de brillar y reemplazarlo con el simplemente ser. ¿Ser qué? No sé, no tengo idea. Sé que me da miedo darme demasiadas libertades poéticas al escribir. Sé también que mi mayor temor radica en sonar demasiado pretenciosa, como si tratara de imitar a algún escritor que admiro o peor aún, que lo que escribo termine sonando como esos libros con lenguaje escueto que me parecen poco genuinos y que encuentro como un mero esfuerzo de ser diferente porque sí. Vacíos. Ser vacía me aterra. Y hoy, ante la evidencia de mi estilo ortodoxo y poco original en medio de escritos brillantes de otros, casi sentí que colapsé. Fue peor que cuando en el curso de dibujo artístico debíamos exponer nuestras obras junto a las de aquellos que evidentemente eran mejores.

Hay algo raro que encuentro en el arte que definitivamente no entiendo bien. Me hace sentir terriblemente incómoda conmigo misma y me muestra lo peor que tengo mientras me permite observar las maravillas que pueden encontrarse en las personas que me rodean, incluso cuando son un grupo de desconocidos. Es como ser un trozo frío de metal en un mundo cálido de arco iris. Sí, así es como me siento. Me pregunto si he leído bien los libros que me han gustado (¿leí bien Rayuela, por ejemplo?), si he disfrutado del baile como debe ser, si dibujo por mera costumbre o porque de verdad lo siento así y en últimas si escribo comunicando algo o si son sucesiones exitosas de palabras sin alma. Supongo que la buena noticia es que en sí, eso es sentir algo. Y eso significaría que este frío trozo de metal al menos puede sentir alguna cosa. 

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