viernes, 15 de febrero de 2013

Disyuntiva


Es una niña. Tiene el pelo recogido que deja sin máscaras su rostro inocente, su mirada fija, asustada, profunda. Los ojos grandes muestran sin secretos que le tiene miedo al mundo, que tiene miedo de vivir, miedo al rechazo, al fracaso, miedo a no ser suficiente, a no dar lo mejor de sí o a que eso, precisamente lo mejor no llene las expectativas, se quede corto y sea humillada irremediablemente. Está siempre cabizbaja, no se atreve a enfrentar al mundo, no puede elevar el pecho al cielo, extender el cuello y levantar la frente porque tiene miedo, está llena de inseguridades y de recuerdos. Será difícil que olvide las humillaciones del pasado, que deje de considerarse menos que los demás, que deje de culparse por lo que no hizo y que deje de lamentarse porque el tiempo ya pasó y ella sigue igual. Será difícil que parte de ella misma deje de detestarse, pero tal vez algún día comprenderá del todo que no vale la pena sufrir por lo que pasó y por cómo actuó porque al fin y al cabo era lo único a lo que podía recurrir en ese momento.

A su lado está de pie, con los pies firmes en la tierra y la mirada al cielo una mujer que tiene el mismo rostro. Ella, sin embargo, no está llena de temores sino de certezas. Parece tener las respuestas serenas y consideradas a todo, no se recrimina nada porque sabe que tuvo las razones suficientes para actuar como lo hizo y tiene plena seguridad en que el camino que sigue, aún si no es el correcto, no la amenaza, puede enfrentarlo, puede ver los demonios a los ojos y defenderse de ellos o negociar para salir siempre bien librada. Puede enfrentarlo todo, siente la fuerza correr por sus venas aún si las adversidades se multiplican y el paisaje se torna oscuro, sabe que siempre puede utilizar una luz interna para liberarse. Parece como si cargara el peso de una vida larga, pedregosa y llena de lecciones que le ha enseñado a sobrevivir de la mejor manera, como si supiera todas las respuestas, como si tuviera la verdad en sus manos siempre.

Las dos están condenadas a vivir en un mismo espacio reducido. Es absolutamente necesario que se vean y hablen, que discutan y concilien. Sin embargo, la primera vive asustada y la segunda la recrimina, la trata mal y la culpa por todo. Lo cierto es que la niña no tiene la culpa de  lo que pasó antes pero esta mujer sí está en plena facultad para decidir lo que debe hacerse. El camino está trazado: hay que confiar en ellas, porque tal vez la única forma de hacer lo correcto, se decida entre las dos.


domingo, 10 de febrero de 2013

Lecciones de vida


Yolanda es una bióloga con maestría que está a cargo del laboratorio de equipos comunes. Como su nombre lo indica, el laboratorio tiene bastantes equipos diferentes que son para el uso de la facultad de medicina e incluso de personas de otras facultades. Es obvio que para mantener el laboratorio alguien debe estar pendiente del manejo y cuidado de los mismos, hay que registrarse y el ingreso es con una tarjeta electrónica que recibe cada profesor autorizado.

Cuando trabajé en la tesis de pregrado, estaba en el laboratorio de parasitología el cual tiene una cabina de flujo laminar propia para hacer cultivo celular. Ahora que mi director es otro profesor, en teoría tengo que llevar los cultivos en equipos comunes. Pero hay un problema serio: no me aguanto a Yolanda. Me llena de ira infinita que una persona con formación en investigación, que ha trabajado en laboratorios, esté ahí para exigir usar crocs porque a alguien se le ocurrió la genial idea de hacer el piso blanco o que diga que para cultivar células hay que usar gorro, tapabocas y bata de papel, o que al abrir la incubadora no se puede respirar. Me he dedicado al cultivo celular desde que estaba en sexto semestre y sé perfectamente que independientemente de los crocs o del tapabocas o de no respirar, si a usted se le contaminan siempre los cultivos - en tanto la cabina y la incubadora estén bien - es porque su técnica estéril no es buena y punto.

Al iniciar el semestre, limpiamos con cuidado la cabina propia que tiene el laboratorio de fisiología y así puedo evitar trabajar en equipos comunes. Sin embargo, me encontré a Yolanda por casualidad yendo hacia las neveras y le pregunté cómo estaba. Me dijo que más o menos, saliendo de la desgracia infinita. Cuando le pregunté por qué me dijo que su hermano había fallecido el 24 de noviembre y su papá el 28 de diciembre. Creo que el tiempo se detuvo por un momento. Ahí sí me tocan una fibra en el corazón que me desarma, que me deja botada en el piso, que elimina todo lo demás. Le dije que la entendía, le conté de mi papá, le dije que todo se veía oscuro y gris ahora pero que con el tiempo mejoraría. Me preguntó cuánto me había demorado yo en superar la muerte de mi papá. Sonreí con melancolía y le dije que lo cierto es que eso no se superaba nunca, sin importar cuántos años tenía su papá, sin importar todas esas frases de cajón que le decía a uno la gente. Sin embargo, uno sí se acostumbra a no tener cerca a esas personas que se han ido, se construye una cotidianidad sin ellos porque no hay remedio. Lamento profundamente no poder ofrecer palabras más sabias o por lo menos más alentadoras, pero es la verdad. La muerte se ve diferente cuando uno no la ha vivido, la soledad es bien diferente desde el otro lado. Pero uno se levanta. Uno siempre se levanta.

Un par de días después me volví a encontrar con ella, esta vez entrando a la universidad y caminamos juntas hasta el edificio de medicina. Me contó algunas cosas de su vida, del trabajo, de sus jefes, de todo. Todavía no me aguanto esas órdenes que le hacen cumplir a ella con respecto a las normas absurdas del laboratorio. Sin embargo, mi percepción sobre Yolanda ha cambiado. Nadie sabe con la sed que otro bebe.


Defender lo indefendible

Por políticas internas casi siempre he preferido abstenerme de escribir sobre temas polémicos en este blog, básicamente porque nació como un...