A Mario le disparé yo, en un
callejón oscuro, una noche cálida de abril. El aire sofocante, la ira y la
desesperación apretaron el gatillo y lanzaron la bala que fue a dar directo en
su frente a una velocidad imparable. No pretendo exonerarme de la culpa, porque
sé que no es posible. Al fin y al cabo, sentí que no tenía ningún otro camino
más que acabar con su vida, porque simplemente era él o yo.
Nunca entendí bien a Mario. Era
un tipo entrenado para matar a sangre fría, pero tenía también un lado muy sentimental.
Andaba con esa billetera vieja y desvencijada para todas partes en la moto,
llena de foticos de esas que se ponen en las hojas de vida, las típicas que se
toma la gente de frente en un fondo azul y en las que casi nadie sale bien.
Recuerdo que tenía unas de los tres hermanos menores, esos que dejó hace varios
años quién sabe en dónde con la mamá y la tía, que eran las protagonistas de
otras dos fotos. Nunca hablaba mucho de la familia, pero uno podía adivinar que
eran niños y mujeres abandonados, gente que sufrió prácticamente desde la cuna.
La tía tenía pánico a los militares, porque había vivido muchos años en pueblos
diferentes en esa época en que mataban a la gente igual que ahora, pero bajo
pañuelos azules o rojos. La mamá era una mujer golpeada por los hombres y por
los años, como tantas en este país y que se las arregló de alguna manera para
alimentar varios hijos. Tenía también una foto del hermano mayor, ese que le
mostró cómo ser sicario en esta ciudad grande y hostil, donde ganarse un peso
es difícil, pero posible. Mario era adicto a las fechas. A cada foto que
cargaba le ponía alguna fecha memorable en la parte de atrás, con un lápiz de
punta gruesa. Nunca me dijo por qué hacía eso o qué había pasado con ellos en
esos días. Yo siempre pensé que había sido el último día que los había visto,
por esa mirada nostálgica que tenía cuando le preguntaba por las fotos. Nunca
me dijo a ciencia cierta qué significaba, pero parecía ser muy importante para
él.
Las otras fotos que cargaba eran
de la novia y la hija. Martina, que tenía tres años era la luz de sus ojos y
por quién luchaba todos los días, o al menos eso decía. Andrea – su novia – a
veces tenía celos por todo el tiempo que yo pasaba con él, pero así era el
trabajo. Nos mandaban juntos a perseguir a alguien, a asustarlo o a atacarlo. Antes
de que yo llegara, Mario trabajaba con un tipo del que no sé mucho, salvo que
lo desaparecieron por una vuelta en la que se equivocó. Habían sido muy cercanos
y por eso había guardado una foto de él. Tenía un tatuaje de un dragón en el
cuello, eso sí lo recuerdo.
Mario sabía bien que yo soy muy
impulsiva. Cuando quise salirme de esto, le dije primero a él pensando que
podría ayudarme a perderme y sobrevivir. Pero no fue así. Cambió para siempre
conmigo y me amenazó con hablar si me atrevía a irme. Dijo que él mismo me
perseguiría para entregarme por traidora y fue entonces cuando en medio de una
discusión, le arrebaté la billetera con las fotos y se me abalanzó como una
fiera para quitármela de las manos. La apretó fuerte y comenzó a alejarse
cuando le apunté con el pulso fijo. Después de guardar silencio un momento, me
gritó de nuevo y entonces, sin vacilar, disparé. Una de las fotos se desprendió
de la billetera en el momento en que el cuerpo cayó al suelo. Era una foto mía.
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