Puede que suene un poco
exagerado, pero el 2014 fue un año difícil para mí. No pasaron cosas
esencialmente graves, mi familia está y estuvo bien, no pasó nada enfáticamente
trágico. Sin embargo, me sentí completamente derrotada en un sinfín de aspectos
de la vida, especialmente en mis dos pasiones, que son evidentemente dos de los
pilares que me sostienen: la biología y la danza. Durante todo el año sentí que
no iba a poder con la tesis, que me había quedado grande la maestría, que mi
habilidad para diseñar experimentos y para solucionar problemas se había
esfumado de repente y que jamás volvería. Los temores se confirmaron cuando mis
directores fueron enfáticos en la falta de calidad de mis resultados (o
básicamente en la falta de resultados, porque no salía absolutamente nada) y
cuando afirmaron sin dudar que un estudiante como yo no servía. Sentía que estaba
dando lo mejor de mí pero que no era suficiente y me cansé y quise dejarlo todo
para no volver. Al fin y al cabo, siendo tan incompetente, mi ausencia
definitivamente no sería muy apreciable, el grupo de investigación no se
acabaría, la universidad tampoco y la única persona que habría perdido tiempo y
plata sería yo, que me iría tal y como llegué pero con tres años invertidos en
un trabajo que prometía mucho pero que no arrojó nada. Ni se diga en cuanto a
la danza, donde no me dijeron en la cara que no servía (y francamente no sé qué
es peor) sino que simplemente desapareció el grupo en el que bailaba y nos dejaron
a la deriva, como cuando un maestro ya no se empeña en enseñar, bien sea porque
no tiene nada más o porque ha perdido completamente la fe en el estudiante. Las
múltiples señales eran bastante claras: no servía. Fracaso, fracaso por todas
partes, fracaso en las cosas que han sido mi única certeza durante toda la vida
y sentí cómo algo se rompía, como si mi propio ser se perdiera en un vacío infinito.
A pesar de todo no quise rendirme y seguí a costa de la tranquilidad y de la
salud en un círculo vicioso de experimentos sin resultados, estancada en algo
que no tenía ni pies ni cabeza, frente a una masa amorfa que no sabía cómo
enfrentar.
Sin embargo, para mi cumpleaños
la vida me trajo un regalo desde España. Ximena llegó al laboratorio como
investigadora postdoctoral justo después de la partida de Nathalia, quien había
librado esa batalla conmigo, hombro a hombro (seguramente sin ella, me habría
enloquecido) y logró sacarme no sólo del estancamiento experimental sino
también mental. Renuncié sin darme cuenta a la idea de huir de todo y decidí
que era el momento de seguir luchando y de demostrar que yo no era lo que tanto
decían, que podía y puedo investigar, que puedo pensar más allá de lo que veo,
que puedo proponer experimentos, hacerlos y obtener resultados que podré
explicar aún cuando no parezcan coincidir con lo que espero, porque eso es
esto, porque de eso se trata y porque eso es lo que amo de mi profesión, lo que
he amado desde el primer día, cuando en el 2006 comencé con la aventura de ser
bióloga. El golpe al ego fue duro, porque me demoré en una maestría casi el
doble del tiempo que “debe ser”, yo, que me consideraba una de las mejores
egresadas de la promoción y que no nos vamos a decir mentiras, presumo de mis
capacidades con frecuencia.
Después, los experimentos salieron y entonces el
asunto del ego se perdió porque finalmente hay algo, porque lo logré y porque
además abandoné esa costumbre de salir corriendo cada vez que no puedo hacer
algo con facilidad. Ahora, ante la inminencia del final de los experimentos y
ante un documento en construcción me vuelve la tranquilidad y las certezas aunque
con consciencia de la vulnerabilidad también. Digamos que fue una
especie de despertar, un proceso en el que valoré aún más a las personas que me
rodean y que me ofrecen su apoyo incondicional y por quienes daría lo que
fuera, sin importar nada. A todos (que saben bien quiénes son), no me alcanzan
las palabras para agradecerles por todo, por estar ahí, por mostrarme la luz
del camino y por devolverme la fe en tantas cosas.
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