En el cráter del volcán Azufral, a un poco más de 4.000 metros de altura reposa una laguna color esmeralda cubierta de un manto de niebla. Hace frío y la caminata es larga y demandante. Es el filo de las montañas, de los Andes, ese imponente tesoro de las alturas que tiene nuestro país. No es frecuente escuchar personas que vayan a visitar el sur del país, salvo tal vez por el Amazonas, al menos en mi círculo cercano. A veces tengo la impresión de que las personas en Bogotá estamos más preocupadas por ir a conocer otros lugares del mundo y ni siquiera volteamos a ver las maravillas que hay en Colombia. No me excluyo, yo misma estuve tratando de ahorrar para irme a Europa un mes, con un afán frenético que finalmente no prosperó por diferentes razones. Pero, han aparecido un sinnúmero de viajes dentro de mi tierra, esta que amo tanto, que me han enseñado muchas cosas.
Llegué al departamento de Nariño con la laguna verde en la cabeza, sabiendo que tenía que ir a conocerla a toda costa. Después de una larga labor de convencimiento, fuimos una mañana a Túquerres en un bus. Una vez llegamos, contratamos un carro que nos llevara hasta el punto de partida de la caminata, el ingreso a esa reserva gélida llena de frailejones y pastos altos. Fuimos los últimos en entrar, por lo cual decidimos avanzar a paso ligero, para no quedarnos solos en los casi 7 Km de camino. No sé bien cuánto tiempo pasó, íbamos rápido y eso nos permitió omitir la sensación del frío, avanzábamos sin largos descansos y justo cuando pensábamos que íbamos a llegar, iniciaba otra cuesta más difícil que la anterior. Saqué todas mis fuerzas en el último tramo y llegamos por fin a una zona plana donde nos esperaba una valla dando la bienvenida a la laguna. Decía específicamente que era mejor guardar silencio y nos habían recomendado lo mismo, pero no entendíamos bien por qué. Luego llegamos al mirador y ella, con su forma de media luna y su color verde intenso, nos recibió en todo su esplendor. Pero justo cuando llegamos y exclamamos en voz alta que al fin habíamos alcanzado nuestro destino, mientras saludábamos a los señores que vendían agua de panela, el cráter se cubrió con una densa niebla, que escondía tras de sí el tesoro que habíamos ido a conocer.
El asunto del silencio era real. Y no lo creería de no ser porque estuve ahí. Por lo que he visto, el monte siempre guarda una enorme cantidad de secretos. Los he detectado en las cascadas de Santa María en Boyacá, en la Ciénaga del Chucurí y en Puerto Parra en Santander, en el monte del Tayrona en Magdalena, en Puerto López y Puerto Gaitán en el Meta y ahora, en esta imponente montaña, donde la niebla pasa como si fuera la dueña del lugar, a paso firme y ligero. Mientras preguntamos algunas cosas, la niebla cubrió completamente el volcán. De no ser porque la había visto hacía un momento, no habría creído que la laguna verde estuviese en el cráter. Iniciamos el descenso a las playas de azufre, con cuidado porque son bien empinadas y decidimos guardar silencio. Las dos o tres personas que estaban abajo comenzaron a subir y nos cruzamos con ellas en las escaleras improvisadas. Las saludamos rápidamente y seguimos nuestro camino, hasta llegar a la laguna negra, la primera que uno encuentra en el cráter. Para ese momento, sólo estábamos nosotros en la montaña porque quienes vendían agua de panela ya se habían ido. Permanecimos en silencio mientras nos aproximábamos a la laguna verde. Y entonces, como si alguien retirara una manta, la niebla desapareció y comenzó a brillar el sol. La laguna se presentó con toda su belleza frente a nuestros ojos y brilló ante el sol que ahora la cubría. Es uno de los lugares más hermosos que he visto en la vida. La energía de ese volcán, las fumarolas, el olor a azufre, el agua hirviendo, el color verde que parece descomponerse en amarillo y azul, el frío y a la vez el calor por el sol que cae a esos 4.000 metros. La laguna verde es aún más increíble de lo que pensé. Estuvimos ahí alrededor de 40 minutos, porque no es buena idea inhalar tanto ese azufre. Salimos en silencio también y nos despedimos en el mirador de nuevo, mientras la laguna volvía a cerrar su telón de niebla espesa. En todo el tiempo que estuvimos viéndola, estuve pensando en ese poema de García Lorca, "Romance Sonámbulo":
"Verde que te quiero verde
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar
y el caballo en la montaña"
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