Para variar en estos buses, estoy en medio de una multitud cerca de la puerta, en el área amarilla donde en teoría no debe permanecer nadie mientras el articulado está en movimiento. De repente, como si fuera la entrada al infierno, se abren las puertas y comienza el intercambio de individuos, que casi no pueden moverse porque nadie deja - ni puede - pasar. Ingresa el que es aparentemente una víctima de la peste negra de la Europa medieval con una bufanda tejida gruesa y un gorro de lana. Las puertas se cierran, todo parece normal y luego, de repente, el sujeto comienza a gritar en lo que parece ser otra lengua.
- Amajasamalab amalabian alejasial nemajaladte
Nadie entiende nada. De momento, pienso en dos posibilidades: o está delirando por la fiebre o enloqueció. Claramente, no pienso que sea un extranjero que grite en la mitad del transporte público más incómodo del continente. Grita de nuevo. Nadie entiende nada, pero la gente ya comienza a preocuparse porque sea un ladrón y nos lanzamos todos miradas solidarias teñidas con algo de pánico. De repente, gritos en español en medio de los cuales proclama la existencia de una bomba en el bus.
- ¡Soy el primo de Osama bin Laden! Hemos puesto una bomba en este bus, porque queremos acabar con Bogotá, así como acabamos con Nueva York.
- Una comparación curiosa - pienso.
Grita de nuevo. Voy llegando a Chapinero, estoy a dos paradas de mi destino. Al abrirse las puertas me pregunto si será verdad lo de la bomba, pero ante las bajas probabilidades, decido arriesgarme y seguir allí. Después de todo, bajarse para transbordar puede ser una amenaza para mi vida aún peor.
2. El extintor
Me subo en medio del éxtasis por encontrar un bus con sillas vacías. Me ubico en una, cerca del fuelle que divide las dos porciones del bus, justo en donde se encuentra el extintor amarillo cubierto por un abrigo rígido de plástico rojo. Un par de paradas más adelante, el bus ya va un poco más lleno, aún sin amenazar por falta de oxígeno, cuando aparece justo frente a mí un tipo alto y muy delgado, vestido completamente de azul, que parece enfermo o bajo el efecto de alguna droga. Deambula sin rumbo por el círculo móvil del Transmilenio con movimientos erráticos y un poco preocupantes, ante la mirada atónita de una señora, todo esto mientras un joven lo ignora inmerso en su libro. De repente, se lanza hacia el extintor y arranca con todas sus fuerzas la cubierta de plástico. Lo observamos fijamente, sin saber qué hacer y entonces, sin pensarlo dos veces, me levanto sobresaltada y huyo hacia adelante. El paso ya está bloqueado por algunas personas, por lo que me quedo con ellos, mientras observo. Justo cuando decido huir hacia quién sabe qué estación en la que estamos, el personaje se baja con todo y plástico en las manos.
3. La multiplicación de los panes y la leche
Voy con audífonos en un Transmilenio más bien vacío (¿o medio lleno?) y junto a mí se encuentra un aparente estudiante, que observa a todos los que vamos en el bus y luego ve por la ventana. El bus se detiene y se sube un hombre con mirada lastimera y una bandeja enorme llena de panes de 100 pesos y vasitos plásticos con algún líquido. Entra por la última puerta y se desplaza lentamente cargando la bandeja sobre una sola mano hacia donde estoy, cerca del centro del bus. El joven que va a mi lado me dice algo que no escucho por el sonido en los audífonos y es mejor, porque prefiero no escuchar desconocidos. El hombre de la bandeja llega finalmente hacia el centro del bus ante los ojos desorbitados de varios pasajeros y trata de sentarse en el suelo. Primera sospecha de rolo paranoico: se subió con esa bandeja y no ofreció nada, no contó una historia terrible, no pasó degustación sin compromiso...esto no me gusta - pienso. Una señorita muy amable sentada en una silla roja, le ofrece su puesto al hombre de la bandeja, compadeciendo su carga. Él acepta y se levanta en un acto heroico con ese armatoste en medio del movimiento desenfrenado del bus y luego, sin más ni más, justo cuando se aproxima a la silla que se encuentra a unos pocos centímetros de él, deja caer la bandeja con todo y panes de 100 pesos.
Lágrimas. ¡A borbotones! Comienza la historia trágica en la que su padre ciego y sordo le ayuda a armar esos "combos" para que los venda en la calle. La chica que le cedió su silla no sabe qué hacer y trata de recoger los panes que quedaron seguramente muy limpios después de la caída. El líquido de los vasos se abre camino en el suelo gris y pienso que es demasiado poco denso para ser leche. Llora cada vez más fuerte y el estudiante que está a mi lado me habla de nuevo. Mi neurona guionista de cine me advierte que esto es una trampa, el tipo de los panes es un ladrón y aquel que insiste en hablarme es su cómplice. Todo estaba planeado desde el principio. Ante la conmoción del bus y la gente que ya comienza a sacar billetes para calmar al desdichado, una chica se levanta despavorida de su silla y se aproxima a la puerta para bajarse conmigo. No iba para esa estación, pero era preciso huir. Días después, aparece aquel hombre de los panes en las redes sociales, con el apodo de "Lagrimón", que vive a punta de donaciones voluntarias de incautos con poca malicia.