domingo, 23 de marzo de 2014

1482 no dista tanto del 2014

Hace varios años ya, decidí que había una serie de clásicos de la literatura que tengo que leer antes de morirme, porque si hay algo que me cautiva enormemente es la capacidad de la imaginación humana para describir universos, personajes y contextos o para valerse de las realidades que viven para crear y contar historias. Hice una lista que incluía un libro de Victor Hugo, “Los Miserables”, pero luego por casualidades del destino llegó a mis manos “Nuestra Señora de París” y he estado leyéndolo maravillada, (en mucho más tiempo del que esperaba, debo decir) no solo por la narrativa de Víctor Hugo sino también por la complejidad y pasión con que creó a estos personajes. Seguro muchos han visto “El Jorobado de Notre Dame”, la versión de esta historia que adaptó Disney y hay una gran cantidad de cosas que destacar de la película, que logra rescatar en gran medida lo que entiendo intenta comunicar el autor pero adaptada para niños, claro está. Cuando vi la película por supuesto era una niña y me llamó la atención que la historia no incluía una princesa típica, con un príncipe que la rescata sino una serie de personajes bien diferentes de lo que hacía Disney. Encontrarme con este libro reafirma mi curiosidad infantil y leerlo, despeja una gran cantidad de dudas. Hay muchísima tela por cortar, pero lo que más llama mi atención es una situación entre hombres y mujeres que me parece similar.

Esmeralda es en efecto una gitana lindísima, una de esas mujeres que tienen infinita gracia incluso para el simple hecho de caminar pero es cautivadora porque parece que no fuera consciente de eso. Es más, es de esas mujeres inteligentes, bonitas y tan amables que resulta imposible odiarlas a pesar de ese “chip” de envidia femenina que para nadie es un secreto. Esmeralda baila en las calles para ganar monedas, por lo cual también es una mujer de armas tomar, anda con una daga escondida y con una cabra y vive como el tesoro más preciado de la comunidad de gitanos que habitan en “La Corte de los Milagros” del París de 1492. Hay cuatro hombres que pretenden a Esmeralda, cada uno con un contexto diferente y con intenciones diferentes. Primero está Quasimodo, el jorobado, que no ha conocido más que el desprecio de una ciudad que le teme y el frío cariño de un arcediano que lo crió y le asignó el oficio de campanero. Quasimodo no espera nada, no pide nada, simplemente la contempla y suspira por ella siendo consciente de la baja probabilidad de lograr algo pero eso sí, dispuesto a dar la vida por ella si es necesario. En segundo lugar está Frollo, probablemente mi personaje favorito por esa lucha interna que lo domina al darse cuenta de lo que siente por una gitana siendo él un hombre religioso que se ha distanciado voluntariamente de las relaciones humanas. Es un personaje bastante complejo, no bastaría un post completo para describirlo pero en resumidas cuentas, quiere a Esmeralda de una manera dominante, celosa y posesiva, cosa que ciertamente no es nada sana. En tercer lugar está Grignoire, un tipo inteligente, amable y compasivo, cuya vida salvó Esmeralda en la corte de los milagros y que ha permanecido a su lado, la ha acompañado y ha estado con ella desde entonces. Ella es la luz de los días de este poeta y filósofo ignorado por una sociedad en la que a pesar de ser un intelectual, no tiene mayor trascendencia. El último es Febo, el “ilustre capitán” que no pasa de ser un patán que se ríe de tener una gitana que se muere por él y que utiliza palabrería barata para convencerla de sentir cosas por ella que no son ciertas. Como era de esperarse, Esmeralda está profundamente enamorada de Febo (y vaya uno a saber por qué, si al fin y al cabo es al que menos ha visto en toda la novela), no sabe nada de Quasimodo, detesta a Frollo (esa es otra historia larga y compleja) y a Grignoire lo condenó irremediablemente al papel de mejor amigo.

Me quedé pensando que la historia no dista mucho de lo que se ve a diario (y en esto me incluyo). Nos vivimos quejando de cómo nos tratan los hombres en quienes nos fijamos a pesar de ser nosotras quienes hemos elegido como indicado el prototipo de “hombre malo”, con un ego sobredimensionado y que hemos aceptado de una u otra forma ese papel de vivir agradecidas porque se fijaron en nosotras. No sé si a todas les habrá pasado, pero a mí sí. Es absurdo. He estado luchando por incluir en mi vida el hábito de ser consecuente. Si uno sigue persiguiendo Febos y dejando a los demás de mejores amigos, hay que al menos tener consciencia al respecto. No es que esta sea una taxonomía apropiada para incluir a todos los hombres, pero sí es un patrón de comportamiento que tenemos las mujeres y que al parecer ha sido el mismo desde 1492.

martes, 11 de marzo de 2014

No más apatía

Toda la vida desde que tengo memoria he adorado algo por encima de cualquier cosa en el mundo: aprender. Aprender todo tipo de cosas es divertidísimo y resulta que -como todos- hay cosas para las que soy muy buena y cosas que se me dificultan bastante. Sin embargo, acompañando eso que considero una virtud, está un enorme defecto que tengo y es la baja tolerancia al fracaso. Cuando no logro aprender y ser hábil en alguna actividad con cierta facilidad, me desanimo y abandono la causa. Me pasó con las matemáticas, la física y los deportes. Sin embargo, hay un campo del conocimiento que nunca me llamó la atención en lo más mínimo: la ciencia política. Desde que estaba en el colegio se esfumó de entrada el interés por democracia, ciencia política e incluso historia. Esa apatía se volvió prácticamente una de mis características más marcadas, porque aún bajo el fuerte argumento de la necesidad de conocer, entender y analizar una realidad nacional tan compleja como la que ha enfrentado este país desde siempre, mi interés parecía incluso disminuir aún más con los años.

Entré a estudiar a la Nacional y logré mantener exactamente la misma apatía en una facultad que solo se interesa por la ciencia básica, que no utiliza los paros y bloqueos como forma de protesta porque la base de su conocimiento y experimentos son seres vivos, que no arriesga tiempo de estudio por armar debates y cuya participación es nula básicamente por falta de información. Terminé el pregrado en los cinco años exactos, porque aún cuando estudiantes de la universidad detenían por completo las actividades académicas, nosotros nos las ingeniábamos para seguir estudiando y no atrasar tanto el semestre. Mucha gente dice que uno puede tardarse más de una década en graduarse por los paros en la Nacional. A todos esos les demostramos que no siempre era así.


Sin embargo, en primer semestre apareció un estudiante de Ocaña, Norte de Santander, una persona brillante, uno de los hombres más inteligentes que he conocido, si no el más inteligente. Iván tiene una enorme habilidad en las ciencias exactas y una capacidad de análisis y conexión de conocimientos increíble, pero además de todo eso, lo acompaña una constante crítica a la estructura política y social que distando de ser agresiva y aburridora, termina por empapar a una persona tan apática como yo. Por supuesto, la realidad que ve una persona que nació y creció en Ocaña es bastante diferente de lo que rodea a un bogotano cualquiera. Las problemáticas que para mí parecían tan lejanas e impersonales eran panoramas que él había vivido y sufrido y ahí radicaba la pasión de sus críticas. Iván tiene un interés enorme por mantenerse informado todo el tiempo y por seguirle la pista a quienes nos dirigen y la vida le presenta justo a una persona como yo, que todo el tiempo está creando universos alternos para vivir un rato, bien sea por gusto, por vicio o porque la realidad es una cosa difícil de enfrentar. Han pasado unos siete años desde que conocí a Iván y han pasado cuatro años desde que inicié en el mundo de una danza oriental cuya filosofía es tener los pies en la tierra y poco a poco, junto con otros factores han logrado influir en mi apatía. Ayer me quedé viendo una conferencia que dio Jaime Garzón en 1997 en una universidad en Cali y concluí que esta apatía ya no puede ser. He estado demasiado tiempo aislada de la realidad - cosa que me encanta y que seguiré haciendo con certeza - pero se ha convertido en algo necesario estar acá, ver las cosas, analizarlas, criticarlas pero especialmente, no quedarse en la crítica y el señalamiento sino utilizar los recursos que tengo disponibles para hacer algo, con personas que se interesan también. Tengo la fortuna de contar con unos cuantos individuos que opinan lo mismo, lo cual impulsa a utilizar ese amor a aprender que pregono, en otros campos, a interesarse por el problema, a ponerle atención. Escribir en el estado de Facebook o en un tuit que “este pueblo ignorante, tal por cual, se merece la realidad que tiene” no lo convierte a uno más que en un cómplice adicional, un individuo sentado en esos tronos de oro que tanto odio señalando a los otros y criticando sin proponer, cómodamente sentado desde el otro lado de una pantalla que tiene más basura que información veraz. Si se cree tan intelectual y superior, infórmese, proponga, hable, convenza pero no con violencia sino con realidades, no juzgando sino argumentando. Es bastante sencillo sentarse a condenar a otros pero buscar soluciones y hacer uso de lo que solo otorga el conocimiento implica justamente ese interés que no tenemos. No más, esta apatía se tiene que acabar.

La vida es un ejercicio de paciencia

Esto puede parecer increíblemente pretencioso pero la verdad es que no lo es: he tenido casi siempre como una costumbre general de vida no l...