“Le voy a contar una historia:
había una vez una niña que mató a su cerebro y dejó libre a su corazón. Pero
esa niña tenía un problema grave y era un problema de tiempo, porque el tiempo
no estaba a su favor y apenas en unos días tendrá que despedirse de ese a quien
entregó su corazón. Pero eso no es lo peor de todo: ella tiene un problema de
tiempo en todo sentido, incluso en las llamadas que él le hace, porque no le
dedica tanto tiempo como a “otras” personas, ni le habla por teléfono de la
misma forma que a esas otras. Y esa niña tendrá que admitir que su amigo que
tanto le advirtió tenía razón y entonces, una lágrima baja por su mejilla…”
Decir adiós, decir adiós de
muchas formas. Mi cercanía con las despedidas ha sido con mayor frecuencia de
esas que son para siempre, cuando alguien muere, cuando uno sabe que jamás lo
va a volver a ver, sin importar cuánto quiera hacerlo y es tal vez por eso que
siempre me cubrí con una coraza fuerte y me burlé de quienes sufrían tanto por
penas de amor. Pero resulta que incluso yo, que me creía tan fuerte, tan dura,
tan invencible, tan inmune, tuve que vivir esos momentos de estar en el fondo
de la olla al darme cuenta que aquel a quien tanto quería, ya no quería estar
conmigo. Y entonces, uno no ve salida, se siente atrapado en la Fosa de las
Marianas sin posibilidad de escapatoria, con un paisaje oscuro y triste y con
la presión de todo el mundo encima, con un dolor incontrolable en el pecho y lo
peor de todo: pensando que uno no es suficiente, que no supo conservar el amor,
que hay mejores que uno y con esas mejores se irá él y será feliz mientras uno
se quedará viendo desde la ventana. Uno se pregunta por qué fue tan estúpido y
decidió arriesgarlo todo para nada, para salir sufriendo, por qué decidió
ignorar a quienes tanto le advirtieron tantas cosas, por qué no le hizo caso al
sentido común, a la lógica. Pero ya nada importa, porque en ese punto lleno de
culpas y tristezas, las razones no cuentan ni tampoco las situaciones
hipotéticas. Uno tiene su realidad y a uno mismo.
Ahora, llega un momento en esa
realidad en el que ocurre un despertar, llega una revelación, una epifanía.
Muchas cosas pueden ser catalizadoras: una canción, un amigo, en mi caso un
escrito. Pero quiero que te des cuenta de una cosa, amiga mía y es que sin
importar cuán triste estés, cuán impotente te sientas, cuánto lamentes que él
se vaya y cuánto detestes a ese fantasma, jamás puedes dejar de valorarte.
¿Difícil? Sí. Duele mucho cuando es evidente que están emocionados con otra,
cuando la llaman, la buscan y la defienden a capa y espada mientras uno se
conforma con apenas unas pocas demostraciones de cariño que comienzan a
parecer más lástima que otra cosa. Pero ahí es donde tenemos que sacar
fuerzas de las entrañas, porque uno se ha levantado de peores cosas y un tipo que no
se da cuenta de la maravillosa mujer que tiene al frente simplemente no merece
tantas lágrimas. No digo que no hay que llorar, no digo que no se sufre, porque
en los sentimientos no se manda. Pero ya no importa si decidiste tomar el
camino riesgoso, puedes estar tranquila porque luchaste por lo que querías
sabiendo de antemano que probablemente terminaría mal pero también que te
levantarías otra vez.
Soy fuerte. Todavía me gusta usar
un escudo gigantesco para evitar los daños aunque sigo siendo tan susceptible
como siempre y de vez en cuando me agarra sin remedio el sentimentalismo. Pero hay
algo que no me permitiré olvidar nunca: soy inteligente, lucho por lo que
quiero, no soy de nadie y digo lo que pienso y lo que siento. Aparecerán y se
irán más personas en mi vida, habrá relaciones igual de largas y
significativas, podrá acabarse el amor o simplemente morir el interés
reemplazado por el naciente atractivo hacia otra, pero eso no afecta en nada
quién soy ni me hará sentir menos. Espero que no pase de nuevo, porque de esa
olla sí es bien difícil salir. Afortunadamente, encontré una epifanía y yo seré
la tuya cuantas veces sea necesario.
Señoras y señores ahí viene, asomó, salió, cómo les venía narrando va bajando una lágrima por la mejilla, y termina estrellándose contra el teclado.
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