martes, 31 de enero de 2012

Médicos


El paciente ingresa a urgencias consciente, después caer del punto más alto de un andamio. Hubo un accidente cerca a la clínica y todos los médicos en urgencias están ocupados, hay pacientes más graves y que deben atenderse más rápido. Un interno queda a cargo del señor y le pregunta cómo ocurrieron las cosas y cómo se siente. El afirma que estaba en la cúspide del andamio pero que se siente bien, lo cual le parece extraño al interno. Tiene una fractura en la tibia, nada muy grave y se preparan para sacar placas y corroborar el estado del tórax del paciente. Sin embargo, durante las preguntas, el paciente comienza a presentar dificultades respiratorias. El interno le pregunta qué siente, revisa los pulmones y parece que uno no funciona bien. El paciente se desespera y le dice que está ahogándose. “Está colapsando por neumotórax” es lo primero que piensa, pero que descarta casi inmediatamente por una punción pleural. Si fuera neumotórax, saldría aire y el paciente mejoraría su condición. Concluye entonces que debe ser un hemotórax, sangre en la cavidad pleural debida al golpe, por lo cual hay que intubar. La enfermera se apresura a avisar a la urgencióloga que en el momento no puede ir porque está atendiendo otra víctima del accidente. No hay opción: el interno tiene que actuar. La enfermera le pregunta cuántas veces ha intubado. - Veinte - dice él. -Lo ha hecho más veces que yo, hágale - le responde. Nervioso, el interno se alista para intubar al paciente que está cada vez peor. En el momento en que se acerca a la camilla, el paciente entra en paro. La enfermera alega que hay que desfibrilar, pero él se niega porque está listo para intubar. Lo hace sin vacilar. El paciente reacciona.

He mantenido una guerra incansable con los médicos desde el tercer semestre de mi carrera, cuando viendo bioquímica tuve que memorizar miles de procesos que explican la fisiología del cuerpo humano. No me gusta ir al médico y le he peleado a más de uno porque parece no analizar sino repetir de memoria lo que conoce. Los biólogos, que tanto nos quejamos del ego de los médicos, no somos tan diferentes, también tenemos el ego bien crecido. Nos creemos tan inteligentes, tan brillantes porque nos dedicamos a lo que muchos odian o no entienden, memorizando procesos complejos, aprendiendo a crear conocimiento, ese que todos leen en los libros. Expandamos la situación a las ciencias puras, enfrentamientos eternos entre matemáticos e ingenieros porque los primeros sí comprenden la verdad sobre los números mientras los otros simplemente aplican lo que los primeros descubrieron. Sí, nos gustan cosas que muchos detestan o no entienden, pero eso no nos hace mejores ni peores que nadie. Al contrario, más bien resulta absurdo que con tantos títulos, tantos estudios, tantos artículos publicados y tan inteligentes como decimos ser, estemos inmersos en un círculo vicioso para definir quienes son dueños de la “verdad absoluta” en vez de integrar conocimientos entre diversas disciplinas que permitan buscar soluciones.

La verdad es que yo quería estudiar medicina pero me arrepentí, básicamente porque no tengo la vocación de atender pacientes. Me gusta entender las causas de las enfermedades, pero no tratarlas, sino más bien buscar opciones terapéuticas. Por eso, creo yo, terminé trabajando en un laboratorio de la facultad de Medicina y conocí médicos en formación, entre ellos uno muy particular pero también muy inteligente, que sabía más de biología celular que yo, con todo el tiempo que le había dedicado. Gústele a quien le guste, el tipo nos gana a más de uno, no sólo en conocimiento sino en proyección como científico, aunque él no se tenga mucha fe. Nos hicimos muy amigos y entonces le sacaba consultas en medio de conversaciones. Es increíblemente analítico - virtud poco frecuente - y las redes mentales que arma deben ser absurdas porque es capaz de considerar mil variables para explicar una condición médica. Un día le pregunté cómo puede haber tantos médicos tan brutos (sin ofender, pero es que he dado con unos…). El me preguntó por qué decía eso y yo le expliqué que muchos no piensan, no analizan, repiten como loras. Él tiene mucha razón: el enfoque de un médico no puede ser tan purista, porque la cuestión ahí es salvar vidas. No importa si conoce absolutamente todas las rutas metabólicas que disparan los receptores de membrana o si entiende el fundamento físico de la producción de ATP o de la transmisión de un potencial de acción en el sistema nervioso. Importa actuar y mientras piensa en detalles, el paciente se muere. No estoy diciendo que no haya médicos malos, los hay y perversos, ocurre como en todas las profesiones, sólo que el médico tiene en sus manos la vida de uno y ahí la cosa es a otro precio.

He arreglado mis problemas con los médicos. Seguiré atenta a lo que diagnostican y si puedo aportar algo, lo haré. Sin embargo, los biólogos deberíamos abandonar ese ojo inquisidor sobre ellos, o al menos ese ego colosal, porque aquí la competencia no tiene fundamentos, tenemos dos enfoques diferentes sobre la vida.  Lo cierto es que muchos biólogos no tendríamos la entereza necesaria para atender pacientes y muchos médicos no están interesados en detalles bioquímicos. No está mal ni bien, es así y listo. En cuanto al ego de los médicos - al menos los de la Nacional - tranquilos, de ese ya se encarga el profesor Vernot.

jueves, 5 de enero de 2012

Palabras


Durante mucho tiempo callé todo lo que pensaba, absolutamente todas las ideas, objeciones y argumentos, encerrados herméticamente en una neurona acumuladora que un día no pudo más y me hizo perder el filtro cerebro-boca. Me fui al otro extremo: había permitido que me pisotearan innumerables veces, que anularan mis ideas, que me trataran como se les diera la gana sin chistar. Y me cansé, así que decidí que no me callaría nada ante nadie, que para defenderme de la carnicería que es este mundo en que vivimos tenía que hablar y defender a toda costa lo que pensaba. Hace unos días, justo antes de la finalización del 2011, que fue mi año de epifanías, aparece otra que me rondaba la cabeza hacía un tiempo pero no había sido suficientemente clara: no podemos subestimar el poder de las palabras. Esta valiosa idea aparece en mi vida gracias a dos post en blogs que me gustan bastante, uno que hace referencia a los momentos en que hay que guardar silencio y en lo nocivo que puede resultar extraviar ese filtro cerebro-boca llamado “Verdades a medias” y otro que si no recuerdo mal se titula “El poder de las palabras” que enfatiza que éstas deben utilizarse con precisión porque no nos imaginamos los efectos que pueden tener en las personas.

Cuando leí por primera vez “Verdades a medias” quise quejarme a gritos, porque no entendía cómo era posible afirmar que estar siempre dispuesto a hablar causara problemas. Sin embargo, decidí callar en ese momento porque sospeché que sería una de esas cosas que a uno le parecen absurdas de primerazo, pero que comprenderá algún día, mientras reflexiona tomándose un café solo en casa. “El poder de las palabras” apareció mucho después e inmediatamente me recordó el primer post, porque aunque la idea central era diferente y seguramente la inspiración también, los dos textos tenían más relación de la que uno podría imaginarse. El 2011 fue para mí - como ya lo dije - un año lleno de epifanías y aprendizaje. Nunca antes había visto tantas lecciones contenidas en apenas 365 días y aunque hay aún muchísimo por aprender, nada pudo ser más productivo. La última del año, aparece por los escritos mencionados y dos personas importantes en mi vida: mi mamá y Andrea.

Siempre me quejo porque mi mamá es sobreprotectora y siempre la defiendo porque tiene razones suficientes para preocuparse por mí, siendo hija única y tras la muerte de mi papá en un accidente de tránsito. También tengo la inútil costumbre de jugar a la víctima con mis amigos que se incomodan con la llamadera de mi mamá y la preocupación constante, siempre les digo que no hay nada que hacer. Entonces, aparece un punto neurálgico en que mi mamá se mete incluso en mi trabajo, lo cual sí me saca de quicio y me doy cuenta de algo importante: si ella se toma esas atribuciones, es porque yo lo he permitido y lo sigo haciendo. No hay que ser grosera ni violenta con ella (que es a lo que he recurrido inevitablemente) porque no se logra nada ni se debe cruzar el límite: es mi mamá y hay que respetarla. El problema no sólo es ella, en realidad el problema soy yo porque no me veo a mí misma como un adulto que toma sus decisiones, sino que busco aprobación constante, no sólo de ella sino de quienes me rodean. Así las cosas, parece que soy un ternero que busca mamá todo el tiempo, que consulta sus decisiones y que sin darse cuenta, ha utilizado en su contra el poder de las palabras. Le he conferido a todos el poder de meterse en mi vida y es eso justamente lo que debí evitar en primer lugar. Ya es hora de hacer lo que quiero, de dejar de pedirle permiso al mundo para vivir mi vida, de consultar todo a mis amigos. Una cosa es pedir consejo y otra es hacer lo que me digan. Me quejo de los borregos y soy uno. Nada más contradictorio que eso.

Eso me lleva también a los momentos en que hay que guardar silencio. Mis decisiones son mías y de nadie más y no es necesario consultar qué hacer, por lo que hay cosas que deberían quedarse guardadas en mis neuronas mientras logro mis objetivos. Ya puede diferenciar uno el bien del mal, o al menos la idea social del mismo para caminar solo, sin observadores y sin necesidad de aprobación. Pero el silencio (al igual que las palabras) tiene también más poder del que imaginamos y es necesario utilizarlo incluso con amigos de gran confianza. Uno puede tener mil opiniones sobre la forma de actuar de alguien, pero no es necesario reprochárselo todo el tiempo, porque así como estoy en mi derecho de hacer lo que me plazca, mis amigos también y no porque me pidan un consejo puedo tomarme atribuciones que no me corresponden.

Así las cosas, estoy trabajando en cuidar mis palabras y mis silencios. Estoy aprendiendo a medir mis opiniones y reproches, aprendiendo a mentir y a decir la verdad cuando es necesario y apropiado. Aprendí a diferenciar con quién puedo compartir algunas ideas y con quién no y también cuáles son las que deben quedarse sólo para mí y nadie más. Aprendí que no puedo dar riendas a otros sobre mi vida y que apropiarme de esas riendas está a solo unas palabras de distancia.

lunes, 2 de enero de 2012

¡A trabajar!


Alguien escribió ayer en Twitter - a propósito de la posesión de Petro - que nuestro país saldrá adelante el día en que las personas dejen de pensar que la palabra “gratis” es la solución a todo y tiene toda la razón. Muchas cosas que ocurrieron durante el 2011, el primer año en toda mi vida en que me interesaron las noticias y todos los acontecimientos en política, me hicieron preguntarme ¿qué nos tiene jodidos? La más influyente de todas fue una conferencia de Jaime Garzón en la cual habla de lo que nosotros tenemos y podemos hacer por la patria, aún cuando estemos bajo un gobierno de hampones. Encontrar ese video, ahora que tengo edad para entenderlo y analizarlo, me confirma que Garzón es una de las personas más inteligentes que ha visto nacer nuestra patria y que seguramente por eso lo mataron. Me demuestra también por qué mi papá (otro de los hombres más inteligentes que conocí) se lamentó tanto cuando murió Garzón y por qué se empeñaba en decirnos a todos que el tipo hacía críticas reales, fundamentadas, que tenía mucha visión y no se conformaba con ser un borrego más en este enorme rebaño llamado Colombia.

Él defendió una idea muy importante en esa conferencia: decía que todos utilizábamos la misma excusa, culpábamos a los políticos de todo lo que pasa sin ver lo que hace o más bien no hace el pueblo por salir adelante. Nos hemos empeñado en vender una imagen de luchadores, de emprendedores y lamentablemente esa no es la realidad de la mayoría de nuestro pueblo, seguramente por diferentes razones. Muchos sí lo son, eso no se niega. Pero hay definitivamente dos problemas grandes que tenemos y que nos dejan estancados como país y como cultura, problemas que hacen que muchos quieran irse, problemas que evitan el surgimiento de algunas áreas del conocimiento como la que yo amo.

El primero es que nos falta sentido de pertenencia. Sentirse parte de algo, de una patria, de un pueblo fuerte, sentirse tan parte de él que lo cuidamos como un tesoro, a la gente, al ambiente, a la ciudad, el pueblo o el caserío en que uno vive y el que visita también. Decimos estar orgullosos de nuestra tierra y nuestra raza, pero en realidad la duración del sentimiento son los dos o tres minutos de la canción de Calle 13, “Latinoamérica”. Necesitamos que se traduzca en hechos, que se vea, que se note. No importa si uno es pobre o rico, si es alto o bajito, si tiene o no tiene trabajo, no hay razón para dejar papeles en la calle, para pasar con el carro y mojar a quien que va caminando bajo la lluvia con una sombrilla, para empujar en el Transmilenio, para colarse en las filas, para insultar a quien lo cerró sin querer, para pitar porque el de adelante se demoró un segundo en pasar, para casi pasar por encima de otro con la bicicleta, para creerse el dueño de la calle con una moto.

El segundo es que nuestra cultura tiene de todo menos política de trabajo. El desempleo es altísimo y todos se quejan por no tener trabajo mientras los que sí tienen se quejan por tener que trabajar. De cada 10 almacenes a los que usted entra, máximo dos vendedores le explican bien, saben de lo que hablan, hacen buena cara y no lo tratan como si fuera a robarse algo. Aquí todos esperamos que nos caigan las cosas del cielo, no vemos el trabajo como una actividad que da recompensa sino como un martirio. Y bueno, para ganarse el pan hay quienes tienen que trabajar en algo que no les gusta, pero también hay muchos con carreras profesionales que ellos mismos escogieron quejándose por lo que tienen que hacer. Me incluyo, cuando comencé a trabajar como docente estaba igual. Queremos ganar sin tener que hacer nada. No digo que tenemos que llegar al extremo de Estados Unidos, en que todo el mundo trabaja incesantemente para comprar cosas (desmesurado consumismo) que ni siquiera va a disfrutar. Pero sería bueno que educáramos al trabajo, porque si seguimos esperando que todo nos caiga del cielo, incluyendo la prosperidad de la nación, seguiremos igual de jodidos.


La vida es un ejercicio de paciencia

Esto puede parecer increíblemente pretencioso pero la verdad es que no lo es: he tenido casi siempre como una costumbre general de vida no l...