Advertencia: es casi seguro que la opinión que va a leer con respecto a este tema no será bien recibida por más de uno. No quiero decir que las relaciones sociales a través de las redes sean necesariamente malas, solo que son un tipo de realidad que ya no me gustó.
No recuerdo bien cuándo fue que abrí mi cuenta de Twitter. Al principio no sabía bien cómo funcionaba o qué tipo de cosas debía escribir, pero después comencé a escribir casi todo lo que me cruzaba por la cabeza todo el tiempo. Comencé a hablar con personas a través de tuits y luego por mensajes directos, las conversaciones migraban a Whatsapp o a Facebook, siguiendo ese conducto regular que hoy se ha convertido en una especie de clave taxonómica de las relaciones sociales. Uno empieza a darle más peso a mensajes enviados a través de ciertas redes, a la frecuencia con que se conversa o a las frases de cajón que utilizan aquellos con quienes se interactúa. Logré incluso concertar citas y salir un par de veces con personas con quienes inicié conversaciones por Twitter. Y luego, llegó un punto en el que simplemente creé una especie de dependencia enfermiza, en el que tenía que escribir cualquier idea que se me ocurría y en que pensaba cómo modificar alguna frase que usara en la vida real para que sonara más atractiva por Twitter.
Mi vida real comenzó a girar en torno a ese personaje virtual que yo misma había creado, el cual por supuesto estaba basado principalmente en quien soy, pero que también tenía algunas características adicionales que siempre me gustaron de mí y que no era capaz de mostrar fuera de la red. Me di cuenta que esta realidad virtual absorbía la mayor parte de mi tiempo, atrofiaba todo lo que trataba de hacer con una idea parásita que me decía que tenía que publicarlo para que me vieran, para que me leyeran o para llamar la atención de alguna manera. Las personas con quienes hablaba a través de otras redes sociales y que no conocía en la vida real también ocupaban gran parte de mi tiempo, alimentando una idealización que yo misma había construido sobre ellos y que en la mayoría de los casos no coincidía con quienes eran en realidad, como pude comprobar cuando tenía la oportunidad de conocerlos.
Un día, me di cuenta de algo importante. Había construido una amistad muy valiosa con alguien que años atrás había detestado y con quien las conversaciones eran infinitamente más divertidas, todo el tiempo. Salíamos a tomar cerveza, a almorzar, a comer helado o simplemente a caminar buscando libros. Siempre dijo que no le gustaba tanta interacción virtual, no dura más de 20 minutos conectado a un chat y no tiene Whatsapp porque dice que prefiere llamar a las personas y escuchar su voz. Cuando me decía eso, yo le argumentaba que no era necesario, que las redes y la vida virtual era lo máximo y que no había una fuente igual para conocer personas. Me decía que yo era la reina de Twitter porque conocía gente y lograba armar citas y ahora, mucho tiempo después y analizando la situación, creo que entiendo por qué le parecía tan raro.
En realidad, sus palabras me quedaron martillando aún mucho tiempo después de que se fue a vivir a otra ciudad y ahora que se ha ido a vivir a otro país. Él tenía razón. Nada se compara con escuchar la voz de las personas, con salir a tomar un café en cualquier parte y con observar - aún cuando eso no sea garantía de nada - el lenguaje corporal, el tono de la voz y los mensajes ocultos en el iris. Es cierto, uno no termina de conocer a las personas nunca, independientemente del medio del que hayan salido, pero la vida real es simplemente eso, mucho más cautivadora.
Cerré mi cuenta en Twitter y le bajé a la intensidad en Facebook y decidí que me gusta más la vida real. También me gusta más cuando no estoy pendiente de agradar a los demás, ni de llamar la atención. Sé también que así soy mucho más feliz.
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