Llegó agosto y con él aparece una
serie de personajes curiosos que madrugan los días 13 y 18 para pregonar a los
cuatro vientos el aniversario de muerte de Jaime Garzón y de Luis Carlos Galán,
respectivamente. Diez años de diferencia entre la muerte de dos de los
personajes más emblemáticos e importantes de la nación. Proliferan los mensajes
hacia ellos, sus familias, hacia el pobre país desangrado que tenemos hoy,
algunos que inician el movimiento y otros que como borregos los siguen, no estoy
muy segura de las razones. Algunos probablemente para “demostrar” su
inteligencia, otros por llamar la atención o quizás por genuina convicción.
Me senté a leer algunos de los
tuits y mensajes en Facebook de las personas a quienes sigo, a observar las imágenes
que compartían y las citas de las palabras de Garzón y Galán acompañados por
supuesto de duras críticas al país y a nosotros, sus habitantes por la
situación en la que estamos. Muchos incluso lo acompañaban de frases como “¿qué
dirían si vieran nuestra realidad ahora?”. ¿Qué dirían? No sé. Me pregunto si
dirían algo. Me pregunto si ya sabían que íbamos hacia un horizonte oscuro y
que irremediablemente sin personas como ellos, la situación estaría cada vez
peor. Me pregunto si las personas que repiten sus palabras con tanta convicción
las entienden realmente y no sólo se programan para escribirlas en redes
sociales cada agosto. Y es que parece que nuestra cultura es así, vive añorando
tiempos “mejores” - que por demás no lo eran, solo eran menos peores que los
presentes - simplemente repitiendo lo que otros dijeron y sin saber qué camino
puede tomarse para lograr algo además de la crítica y la victimización. No
tenemos opiniones críticas propias. Nos empeñamos en señalar lo que está mal
pero es únicamente eso, señalar. No sabemos para dónde movernos, no sabemos qué
apoyar y qué no. No tenemos criterio, nos dejamos llevar por los caminos hacia
los que quieren arrastrarnos. Nos quejamos por vacíos en una
legislación que ni conocemos, clamamos justicia sin conocer
contextos, centramos nuestra atención en lo que nos indican. Sí, es lo que
estoy haciendo yo ahora, porque no tengo otro método: este lugar es en el que
escribo lo que pienso.
El famoso discurso de Garzón por
ejemplo, en el cual todos hemos encontrado al menos epifanías de diez minutos
podría enmarcar un buen camino para comenzar. Pero han pasado 14 años desde su
muerte y la mayoría de habitantes del país no siguen siquiera el consejo más
básico de ser mínimamente cívico, de respetar, cuidar y valorar lo propio, de
ser conscientes de nuestra propia identidad. ¿Se entiende eso? ¿Es claro? ¿De
verdad somos conscientes de lo que es nuestro? Probablemente no. Más de una
década después, el mensaje está vigente, seguimos detrás de lo que nos dicen los
medios porque nos da física pereza pensar o porque no nos inquieta suficientemente
el asunto como para leer, buscar y forjarse una opinión propia, una crítica con
fundamento. Nos distraemos en la fecha, en el aniversario, en la frase bonita.
Basta con compartir entre comillas algo que suene interesante o un artículo de
la revista Semana (y no con esto quiero condenar a quienes lo hacen, pero sí
hay una subpoblación que simplemente imita) y nos indignamos ante las imágenes
de la contaminación de fuentes hídricas en el llano por la explotación
petrolera por puro amor instantáneo hacia la naturaleza que de todas maneras no
respetamos. No consideramos más variables, como la forma en que otros explotan
de frente recursos que son nuestros para luego ofrecérnoslos o como la ausencia
de campos laborales ponen en la obligación a algunos de mis colegas a trabajar
avalando excavaciones y exploraciones aún sabiendo el impacto ambiental que
tienen.
Expresamos nuestras opiniones y
somos atacados incesantemente porque sí, porque no o porque de pronto. Esto es
un circo. Y si uno se detiene a observar y a escuchar, se da cuenta que todos estamos
peleando básicamente por no escuchar. Sucedió el viernes pasado en una reunión
en el Hemocentro. Estamos en una institución pública con el ánimo de defender
los intereses del público con un proyecto de salud. Al menos durante una hora,
la gente discutió utilizando casi con exactitud las mismas palabras. Y es que
no alcanza a comenzar a hablar uno, cuando el otro ya alza la voz diciendo que
no está de acuerdo y el siguiente pelea y el otro también y el primero no se va
a quedar callado entonces también sigue. ¿Se solucionó algo? No. Una hora de
discusión que no nos lleva a ninguna parte, con un grupo de gente indignada que
no se escucha, que no deja hablar y que al final, seguramente vencidos por el
cansancio o el hambre se da cuenta que estaba diciendo lo mismo que los demás. Salimos
de la reunión y siguen peleando porque fulano dijo esto, porque dijo aquello, porque
sí o porque no. ¿Solucionamos la categorización de la terapia celular y los
medios condicionados que era en primer lugar lo que nos llevaba a la reunión?
No.
Lo que creo es que perdemos el
horizonte. Vemos siempre las arandelas de los problemas y no el fondo; sucede
en la casa, en el colegio, en la universidad, en el trabajo, en las instituciones
públicas, en todas partes. Nos vamos por las ramas y del problema inicial ni
siquiera damos razón. Estamos tan ocupados discutiendo por una guerra de egos,
que olvidamos lo que estamos defendiendo y a menos que decidamos salir de ese
enfrascamiento y olvidar esa actitud que nos ancla a una situación cada vez
peor, dudo mucho que las cosas mejoren. Ya lo dijo Garzón, pero parece que
nadie escucha.
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