domingo, 18 de agosto de 2013

Perdiendo el horizonte

Llegó agosto y con él aparece una serie de personajes curiosos que madrugan los días 13 y 18 para pregonar a los cuatro vientos el aniversario de muerte de Jaime Garzón y de Luis Carlos Galán, respectivamente. Diez años de diferencia entre la muerte de dos de los personajes más emblemáticos e importantes de la nación. Proliferan los mensajes hacia ellos, sus familias, hacia el pobre país desangrado que tenemos hoy, algunos que inician el movimiento y otros que como borregos los siguen, no estoy muy segura de las razones. Algunos probablemente para “demostrar” su inteligencia, otros por llamar la atención o quizás por genuina convicción.

Me senté a leer algunos de los tuits y mensajes en Facebook de las personas a quienes sigo, a observar las imágenes que compartían y las citas de las palabras de Garzón y Galán acompañados por supuesto de duras críticas al país y a nosotros, sus habitantes por la situación en la que estamos. Muchos incluso lo acompañaban de frases como “¿qué dirían si vieran nuestra realidad ahora?”. ¿Qué dirían? No sé. Me pregunto si dirían algo. Me pregunto si ya sabían que íbamos hacia un horizonte oscuro y que irremediablemente sin personas como ellos, la situación estaría cada vez peor. Me pregunto si las personas que repiten sus palabras con tanta convicción las entienden realmente y no sólo se programan para escribirlas en redes sociales cada agosto. Y es que parece que nuestra cultura es así, vive añorando tiempos “mejores” - que por demás no lo eran, solo eran menos peores que los presentes - simplemente repitiendo lo que otros dijeron y sin saber qué camino puede tomarse para lograr algo además de la crítica y la victimización. No tenemos opiniones críticas propias. Nos empeñamos en señalar lo que está mal pero es únicamente eso, señalar. No sabemos para dónde movernos, no sabemos qué apoyar y qué no. No tenemos criterio, nos dejamos llevar por los caminos hacia los que quieren arrastrarnos. Nos quejamos por vacíos en una legislación que ni conocemos, clamamos justicia sin conocer contextos, centramos nuestra atención en lo que nos indican. Sí, es lo que estoy haciendo yo ahora, porque no tengo otro método: este lugar es en el que escribo lo que pienso.

El famoso discurso de Garzón por ejemplo, en el cual todos hemos encontrado al menos epifanías de diez minutos podría enmarcar un buen camino para comenzar. Pero han pasado 14 años desde su muerte y la mayoría de habitantes del país no siguen siquiera el consejo más básico de ser mínimamente cívico, de respetar, cuidar y valorar lo propio, de ser conscientes de nuestra propia identidad. ¿Se entiende eso? ¿Es claro? ¿De verdad somos conscientes de lo que es nuestro? Probablemente no. Más de una década después, el mensaje está vigente, seguimos detrás de lo que nos dicen los medios porque nos da física pereza pensar o porque no nos inquieta suficientemente el asunto como para leer, buscar y forjarse una opinión propia, una crítica con fundamento. Nos distraemos en la fecha, en el aniversario, en la frase bonita. Basta con compartir entre comillas algo que suene interesante o un artículo de la revista Semana (y no con esto quiero condenar a quienes lo hacen, pero sí hay una subpoblación que simplemente imita) y nos indignamos ante las imágenes de la contaminación de fuentes hídricas en el llano por la explotación petrolera por puro amor instantáneo hacia la naturaleza que de todas maneras no respetamos. No consideramos más variables, como la forma en que otros explotan de frente recursos que son nuestros para luego ofrecérnoslos o como la ausencia de campos laborales ponen en la obligación a algunos de mis colegas a trabajar avalando excavaciones y exploraciones aún sabiendo el impacto ambiental que tienen.

Expresamos nuestras opiniones y somos atacados incesantemente porque sí, porque no o porque de pronto. Esto es un circo. Y si uno se detiene a observar y a escuchar, se da cuenta que todos estamos peleando básicamente por no escuchar. Sucedió el viernes pasado en una reunión en el Hemocentro. Estamos en una institución pública con el ánimo de defender los intereses del público con un proyecto de salud. Al menos durante una hora, la gente discutió utilizando casi con exactitud las mismas palabras. Y es que no alcanza a comenzar a hablar uno, cuando el otro ya alza la voz diciendo que no está de acuerdo y el siguiente pelea y el otro también y el primero no se va a quedar callado entonces también sigue. ¿Se solucionó algo? No. Una hora de discusión que no nos lleva a ninguna parte, con un grupo de gente indignada que no se escucha, que no deja hablar y que al final, seguramente vencidos por el cansancio o el hambre se da cuenta que estaba diciendo lo mismo que los demás. Salimos de la reunión y siguen peleando porque fulano dijo esto, porque dijo aquello, porque sí o porque no. ¿Solucionamos la categorización de la terapia celular y los medios condicionados que era en primer lugar lo que nos llevaba a la reunión? No.

Lo que creo es que perdemos el horizonte. Vemos siempre las arandelas de los problemas y no el fondo; sucede en la casa, en el colegio, en la universidad, en el trabajo, en las instituciones públicas, en todas partes. Nos vamos por las ramas y del problema inicial ni siquiera damos razón. Estamos tan ocupados discutiendo por una guerra de egos, que olvidamos lo que estamos defendiendo y a menos que decidamos salir de ese enfrascamiento y olvidar esa actitud que nos ancla a una situación cada vez peor, dudo mucho que las cosas mejoren. Ya lo dijo Garzón, pero parece que nadie escucha.







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